Un grito liberador recorrió Le Markstein. El bramido de Pogacar, aliviado, tuvo eco en Los Vosgos. Atravesó el tiempo. Invocaba al futuro. También a sus adentros, demasiado doloridos. El esloveno encontró la paz. Al fin. “Me he encontrado”, dijo. La victoria de los vencidos. El triunfo no tenía peso a efectos contables, pero su simbolismo y significado tenían un gran tonelaje. Un acto de rebeldía y la ambición de campeón impulsaron a Pogacar en su último esprint con Vingegaard, al que derrotó. La honra no sabe de Excel. Fue un triunfo reparador. Sanador.

Lo necesitaba el esloveno, al que el danés mandó a la lona en el Tour en tres actos: Marie Blanque, la crono y el Col de la Loze. En Le Markstein, tras la avería, Pogacar encontró la redención. El festejo de la victoria, rodeado por los abrazos de sus compañeros, enmarcó el momento. Después del calvario de la Loze, –de su crucifixión, de aquella voz que anunció su derrota “estoy muerto”– se celebró el renacimiento. De regreso a la vida. Tadej volvía con Pogacar.

El Tour, a expensas de los fastos de París, finalizó con un esprint entre Vingegaard y Pogacar. No podía ser de otro modo. Ese ha sido el relato. La narrativa que ha presidido una carrera muy emocionante. Tantas veces juntos. Vecinos en el portal de la gloria.

Jonas Vingegaard, campeón a la espera de París. MARTIN DIVISEK

Tras la separación, volvieron a unirse. El destino les reserva más episodios. El esprint de Le Markstein era el guante que lanzó Pogacar de cara al futuro. A 2024. Lo recogió Vingegaard, al que le pertenece 2023. Abrillanta su segunda corona en el Tour. Detrás de él, a un mundo, Pogacar, a 7:29, y más atrás aún, Adam Yates, a 10:56.

Fantástico Pello Bilbao

Pogacar se subió al podio de blanco. El amarillo es para Vingegaard, que se reunió con su familia, su mujer, y su hija, vestida de amarillo, para celebrar en la intimidad una victoria mayúscula. El campeón que llegó del frío derritió al Rey Sol en el Tour por segunda vez. Empate en las alturas del ciclismo, su mejor terraza.

En la carrera francesa también brilló como el astro rey Pello Bilbao, sexto en el recuento definitivo. Sublime su carrera. Siempre protagonista. El vizcaino también ganó un manojo de segundos en el día de cierre competitivo. No le alcanzó para avanzar más en la general, pero su paso, de gigante, queda impreso en la carrera de las carreras.

C’est le Tour. El universo de julio se condensa en una frase. La aventura que no cesa. Nadie está a salvo de los caprichos y de la carrera más feroz del mundo. La leyenda del Tour, su grandeza, no entiende de jerarquías, salvo la suya. Es el mayor depredador. Domina la cadena trófica. Por eso Carlos Rodríguez, el muchacho que conquistó Morzine y que soñaba con el Tour, sufrió el castigo de una caída. Sangre y dolor. Perdió la cuarta plaza. La agarró Simon Yates.

El recordatorio. El aprendizaje. Sepp Kuss, el alado sherpa de Vingegaard, también comprobó la crueldad de una competición inabarcable. Herido, con sangre en el rostro, parcheado, llegó a meta a veinte minutos. Se mantuvo en pie. Dio otra lección.

No conviene desestimar el poder de intimidación del Tour, siempre imprevisible, aleatorio y azaroso. Ambos acudieron al coche médico para restañar las heridas. Continuaron adelante marcados por el asfalto en un día cargado de electricidad y emoción. Alto voltaje en Los Vosgos.

Pinot, a la aventura

El amperímetro elevó la tensión en un recorrido corto, apenas 133 kilómetros, pero repleto de minas en el territorio de Thibaut Pinot. El francés que llevó en hombros la esperanza de un país incapaz de recuperar el Tour tras el gigante Hinault, se despedía de su carrera. La más amada y la más desagradecida. Pinot, escalador pasional, ciclotímico, recogió todo el cariño de sus gentes.

Thibaut Pinot, durante su fuga. Efe

El hombre que imaginó reinar cuando en 2014 fue tercero en París, recibió un caluroso homenaje en vida. Se metió en el fuga con Ciccone, Skjelmose, Pidcock, Harper, Urán, Barguil... El italiano festejó el maillot de la montaña en el Col de la Schluch. Cada pulgada arrancada merece un brindis en el Tour. Francia lloraba por Pinot. Comparten colchón la gloria y la miseria. Duermen juntos.

Así se relacionan Vingegaard y Pogacar. Ambos, que pelearon el Tour en un duelo de segundos hasta que el danés aplastó el crono y mandó al esloveno al retrovisor, desde donde se desprendió del todo en el Col de la Loze, roto por dentro, querían dejar su firma sobre Le Markstein. Orgullo y pasión.

Pogacar exigió el último servicio a sus muchachos, los que le arroparon con cariño en su desvanecimiento. Le rescataron entonces. Se desplegaron para tratar de elevar a su líder, el muchacho pizpireto que buscaba la redención. Nunca deja de latir el alma de un campeón. Vingegaard no quería distracciones. Siguió al detalle el ritmo de los porteadores de Pogacar en el Petit Ballon. Enmascaró la mirada. Serio incluso en la fiesta.

La apuesta de Pogacar

El amarillo, a modo de kevlar. Con la cremallera abierta, el deseo indomable, Pinot a pecho descubierto. Es su manera de entender le ciclismo. Valiente. Pidcock y Barguil seguían el rastro de Pinot, que cabeceaba y movía los hombros entre ovaciones. Francia, entusiasmada, empujaba a Pinot, su héroe, en una montaña pintada de de azul, blanco y rojo. El líder, no se alteró. En el descenso, burlón el asfalto, se cayó Gaudu, al que señalan como próximo relevista del ciclismo francés.

Gall, Vingegaard y Pogacar. Efe

Al Tour sólo le restaba una montaña y una trama de thriller. Pinot, a modo de un héroe trágico, un Ícaro en  Platzerwasel. Pidcock y Barguil no aflojaban. Lo presentían. Cerca pero lejos aún. Entre los nobles, Pogacar buscó su momento. El regreso. Volver. Arrancó el esloveno, afilados los hombros, abarcándolo todo. Vingegaard le apresó sin levantarse del sillín.

El danés pedalea desde el trono. El rey. Igualados, se frenaron. En paralelo, se miraron. Respeto. En ese momento se congeló el Tour. La intimidad compartida. Vis a vis. Se hablan con la mirada. Se leen la mente. Siameses. Apareció Felix Gall y como si se tratase de una afrenta, Vingegaard le tocó el hombro. Las clases no se mezclan. El austriaco elevó el tono. Silbaba el líder y Pogacar mostraba una media sonrisa.

Pello Bilbao busca mejorar

En el avispero de la nobleza, Pello Bilbao, Hindley y Carlos Rodríguez. Simon y Adam, los hermanos que se pelearon en Bilbao para bautizar el Tour de Euskadi, siguieron riñendo en la montaña veinte días después. Alguien podría pensar que son los hermanos Gallagher del ciclismo.

Pello Bilbao, inconformista, dejó al dolorido Carlos Rodríguez y a Hindley en los estertores de la ascensión, donde Vingegaard no dejaba de pastorear con la mirada a Gall y Pogacar. A Le Markstein se llegaba tras un tobogán de emociones y de juegos mentales. Vingegaard, Pogacar y Gall, en el mismo plano.

El líder discutía con el austriaco. El esloveno, ajeno, aguardaba a su alfil. Adam y Simon, sintonizados, entraron. Adam lanzaría a Pogacar. Pello Bilbao, a lo suyo, concentrado, seguía lijando respecto al resto. Quedaron los segundos, pocos, y las sensaciones, enormes, para el de Gernika. Por delante, como siempre en el Tour hasta que se quebró el esloveno, el duelo eterno entre Pogacar y Vingegaard. Otra vez un esprint en una etapa de montaña. Cerca del cielo, el alivio del esloveno y la consagración del danés. Pogacar se consuela en el Tour de Vingegaard.