Llovía en Suiza, con esas praderas verdes, pastos interminables y casas alpinas, una postal de quietud y calma, sólo agitada por el sonido de los cencerros, que es el grito de los suizos, que tienden al silencio, el orden y el recogimiento. La montaña lo cambió todo.

El nuevo estatus fijó a Mattias Skjelmose en el liderato de la carrera helvética tras clavar su estandarte en Villars-sur-Ollon, donde Stefan Küng dejó el amarillo, pálido el suizo en la montaña que agitó la carrera y aclaró el paisaje en un día gris oscuro, pasado por agua.

En la montaña que remataba la jornada, Juan Ayuso se encendió. Estrella. Se iluminó el alicantino, capaz de despegarse de Evenepoel, que gestionó la ascensión con excesivo optimismo, y Pello Bilbao que, fiel a su libro de estilo, manejó los tiempos para situarse quinto en la general.

El vizcaino se posó junto a Evenepoel. Sólo Ayuso, desvergonzado y ambicioso, se desmarcó entre los jerarcas. Ion Izagirre penó unos segundos en un puerto que sirvió de criba. La Vuelta a Suiza cobra sentido en las montañas.

En el Col des Mosses, la primera montaña de la carrera después de la crono inaugural y el esprint efusivo de Girmay, Suiza recuperó su bandera, la de las alturas, aunque la ascensión que inauguraba el perfil con colmillo era casi horizontal, escasísimo el desnivel. La fuga de Calmejane, Ourselin, Zukowsky y Kamp respiraba con cierta holgura, empapada la carretera.

El riesgo no estaba en la subida, que no precisaba crampones. Era un puerto de salón, de andar por casa. El vértigo del descenso, aunque dulce, suave como el ronroneo de un gato feliz, era más inquietante. No se contaron problemas aunque la lluvia continuaba apedreando los dorsales sin desmayo.

Villars-sur-Ollon era una montaña distinta: opuesta, bronca y provocadora. Exigente. Un test de verdad abrazado por el tacto frío y húmedo de una cortina de agua. Cerca de allí estaba el centro de mando del ciclismo, su moderno cuartel, la sede de la UCI, en Aigle.

La mostraron con orgullo desde la realización. La erótica del poder. En los despachos se imponen las reglas de la UCI, pero en la realidad mandan las leyes de la carretera, que, insobornable, pone a cada uno en su lugar.

Orden de Evenepoel

Evenepoel mandó acelerar la subida Knox. Anunciaba su candidatura el belga. Ganó en decibelios Evenepoel, al que se se ataron de inmediato Gall y Skjelmose. El campeón del mundo puso el ritmo alto. Pello Bilbao reaccionó siguiendo su instinto, sin atorarse. Conoce sus límites. Limó por un lado y otro el gernikarra.

A Ion Izagirre la montaña le hizo más daño. Se le indigestó la subida. Ayuso se unió a Pello Bilbao, obstinado en la persecución. El trío desbrozaba la montaña. Ayuso, impetuoso, dio un paso al frente. El pulso se mantenía en apenas unos chasquidos de pocos segundos.

Skjelmose, el más fuerte

Las distancias se medían con la vista. Gall, que estaba escondido, se encorajinó. Skjelmose reaccionó después de un instante de duda. Se desprendió Evenepoel, que midió mal. Desgastado. Demasiado derroche.

El danés y el austriaco reconectaron. Subida en sidecar y desconfianza. Por detrás se soldó un grupo con Pello Bilbao y Ayuso. El joven alicantino aleccionó al resto.

Ofreció una clase magistral. Controló la ascensión para encenderse al final. A Ayuso le bailaba la cadena en el cuello. La danza guerrera. Pello Bilbao se plegó con Evenepoel, sin lumbre para poder anular a Ayuso.

Por delante, Skjelmose descartó a Gall para imponerse en Villars-sur-Ollon y pasar por el vestidor de la Vuelta a Suiza. Se vistió de líder. A su espalda acecha Evenepoel, al que presiona Ayuso. Pello Bilbao también subió su cotización en la montaña que empapó de gloria a Skjelmose.