Los planos cenitales son los mejores para ver de cerca las estrellas. Desde las altura, un niño se apoyó en una ventana de un vieja casa de piedra para ver salir el arcoíris, siempre hipnótico en días nubosos, de lienzos grises. El chico, al que luego se sumó la madre, observó de cerca la piel que pinta a Julian Alaphilippe, campeón del Mundo, vencedor en Chiusdino, un pueblo pétreo, elevado, que acogía el final de la segunda jornada de la Tirreno-Adriático. En unas calles de piedras, la felicidad del francés chocó con el cabreo de Van der Poel y la resignación de Van Aert, lider de la carrera. Un puño de rabia maldijo el error de cálculo del neerlandés. Tras ese trío fastuoso y el no menos estelar Pogacar, se personó Alex Aranburu, que está completando un comienzo de campaña estupendo. El guipuzcoano fue el primer mortal tras las deidades.

Van der Poel, camuflado en el bosque, despegó tarde. Remontó a casi todos salvo a Alaphilippe, un muelle que entendió que el acelerón provocado por Geraint Thomas y que anuló a Mikel Landa y Pavel Sivakov también se tragaría a Joao Almeida, camarada del francés. Alaphilippe recogió el esfuerzo conmovedor de su compañero para gritar su alegría. De algún modo, Alaphilippe devolvió al neerlandés el directo de la Strade Bianche en un día en el que la carrera italiana estaba poseída por el espíritu juguetón de las clásicas.

A Landa le entusiasma el sentido lúdico del ciclismo, esa sensación de volver a la infancia y correr por la libertad y la brisa en el rostro. El de Landa está afilado, sinónimo de arrojo y batalla cuando la carretera se eleva y reta. El de Murgia comprendió que tras el envite de Egan Bernal, que agitó el tablero cuando la etapa discurría por carreteras burlonas y tramposas, repletas de oleaje, era su momento. Atrapada la ambición del colombiano, que caminó con Asgreen y De Buyst, Landa se incorporó a la rebelión que le unió con Simon Yates, Sivakov y Almeida.

El cuarteto no era precisamente de cuerda, más bien una reunión de percusionistas dispuestos a hacer ruido entre los bosques y carreteras secundarias repletas de actores principales.Bien acompasados, con la coreografía exacta de los relevos, Landa y sus colegas de viaje tomaron una renta de 20 segundos en la valija. El Jumbo del líder Van Aert dispuso a sus peones para mantener el pulso en un terreno quebrado y duro de rostros ajados por el esfuerzo. La muchachada del líder no era capaz de limar el entendimiento entre Landa, Sivakov, Yates y Almeida, un vínculo bañado en oro. A diez kilómetros del final la ventaja fluctuaba alrededor de medio minuto. Se congeló el pulso.

El deshielo lo provocó el sol abrasador del desierto. El UAE de Tadej Pogacar acaloró la persecución. El esloveno quiere vencer la carrera y dar carrete a Landa, Almeida, Sivakov y Simon Yates no entraba en su planes. El esloveno y los suyos sacaron las tijeras para cortar el abordaje de Landa y el resto. A dos kilómetros de la resolución, Simon Yates, campeón en curso, renunció. Su cuerpo le exigió que parara. El inglés implosionó.

Landa, Sivakov y Almeida continuaron. Camina o revienta. El resto de favoritos, subidos en la grupa del UAE, se aproximó a unas pulgadas de los fugados. Landa y Sivakov cayeron en las fauces de la persecución.

Almeida, irreductible, buscó la utopía con la boca abierta, comiendo briznas de oxigeno que regaran sus pulmones, para entonces ardiendo del esfuerzo. Geraint Thomas, hijo del velódromo, tomó velocidad. El galés aceleró la acción. Almeida estaba cerca de la extrema unción. Entonces emergió el chisposo Alaphilippe, tan pizpireto en finales con cuesta. El francés se impulsó con entusiasmo y adelantó al agonístico Almeida porque el luso, derrengado, no podía ganar. El arcoíris, repleto de colores y luz, salió en Chiusdino. Un niño lo miró, alucinado, desde la ventana. En las alturas asistió al baile de estrellas, entre ellas, Landa, que brilla.