GASTEIZ - Tradición, encuentro, fe, oración, reflexión y arte. Ese cartel recibió a Maximilian Schachamann en el Santuario de Estibaliz. Tan rápido fue el alemán, un rayo, que no pudo leerlo. No le dio tiempo. Tenía prisa para ir a la gloria, donde se encuentra en el meridiano de la Itzulia. Una eternidad después del amarillo del líder, a 12:08 asomó el verde pálido de Julian Alaphilippe, magullado y desconchado, que pudo deletrear cada letra del cartel que anuncia el templo religioso porque llegó como pudo después de una caída durísima. Gritó la Itzulia. El sonido de los frenos, el carbono, los huesos y el goteo de la sangre. El amasijo del dolor. El líder se salvó de la carnicería.
El alemán, regente de la Itzulia, divisa a 33 segundos a Ion Izagirre y a su compañero Patrick Konrad, que avanzaron tras sacudirse la desgracia. Alaphilippe tuvo su Waterloo camino de tierra santa. En su deambular lacónico y triste, le observaron con reverencial respeto las cruces del calvario que conducen al monasterio. Ese fue su paisaje. Crucificado Alaphilippe. En la derrota, en la soledad de los caídos, el galo fue aclamado por la afición. Ese fue su triunfo. La victoria de los vencidos.
El francés que brincó de alegría en Gorraiz hincó su costillar en una caída muy fea que hundió las vigas maestras que sostenían la cúpula de la Itzulia, donde gloria y desgracia comparten colchón. En el golpetazo, tremendo por inesperado, a Alaphilippe le siguieron Kwiatkowski, Mas, Geraint Thomas.... Borradas las ilusiones de todos ellos en una pintura oscura que recordaba al Grito de Munch. Víctimas de un afilador que cortó sus aspiraciones de cuajo cuando el pelotón volaba buscando una buena colocación antes de encarar la rampa que desembocaba en el románico de Estibariz.
Las estrellas, estrelladas en el asfalto, doloridas, apagadas, sin luz. Se encendieron las sirenas de las ambulancias. Jonathan Castroviejo acabó en el hospital. También el eterno Adam Hansen, muy dolorido tras la caída. El Santuario de Estibaliz fue en su día un hospital de los peregrinos. Ayer recuperó aquella función. Se levantó un hospital de campaña. El símbolo de una Itzulia con las luces de emergencia. En su arcén se quedaron Alaphilippe, Mas, Kwiatkowski, Geraint Thomas, Omar Fraile... Otros, como Ion Izagirre, Pello Bilbao o Mikel Landa cruzaron los dedos y evitaron el apagón.
El hábito, dicen, no hace al monje, pero en Sarriguren, donde silbó la metralla del viento: duro, recio y frío a modo de los gimnasios de la era soviética, los ciclistas estaban pendientes del guardarropa. Bamboleante el tiempo, desapacible, la preocupación era contar con el vestuario adecuado para cabalgar la tercera jornada de la Itzulia. Miraban al cielo en el pelotón. Todos pendientes del por si acaso. Como cuando las madres dicen aquello de “lleva paraguas, que lo mismo llueve”. La preocupación materna se entiende hasta en el desierto del Gobi. Las madres de los ciclistas son los auxiliares, que les miman y les hacen la maleta, el macuto para la excursión. Por la mañana nadie imaginaba el desenlace del día. Las madres siempre tienen razón. Nunca se sabe.
En el Astana cada nombre lleva un número impreso, no vaya a ser que alguien se equivoque. Entre los kazajos, las bolsas de ropa llevan serigrafiadas las banderas del país de procedencia de cada ciclista. Cuatro ikurriñas se amontonaban en el equipaje de los coches de los directores del Astana. Los hermanos Izagirre, Ion y Gorka, Pello Bilbao y Omar Fraile. Todos repasan las mochilas antes de partir. El Eustana, en marcha. Después de los excesos y el derroche del sterrato, en el Astana dejaron que fueran otros los protagonistas. Gari Bravo (Euskadi-Murias), José Joaquín Rojas (Movistar), Julien Bernard y Tom Skujins (Trek), Nicolas Sessler y José Fernándes (Burgos-BH), Ben King (Dimension Data) y Bruno Armirail (Groupama) se dieron a la aventura.
Tiempo para los jornaleros que pelean la cosecha rezando por un armisticio entre los terratenientes, los aristócratas de la carrera que piensan en el mercado de futuros. Su pensamiento está en Eibar. El presente era para los aradores de asfalto que elevaron el periscopio para enfocar el Santuario de Estibaliz. Dorsales para el target televisivo y los cálculos del retorno publicitario para los equipos y sus marcas. Anuncios andantes.
caída masiva El mando a distancia lo controlaban el Bora, la muchachada del líder, y los remeros del Deceuninck del patrón Alaphilippe, a la espera del oleaje. El de ayer parecía sereno, era el de una ola tatuada en la muñeca. Mar en calma. El océano cabía en una mano. Más tarde se desató la tormenta. El tormento de las caídas. El pelotón, de cháchara, dio palique a los fugados, que alcanzaron los tres minutos de renta. Aunque sin mucho ruido, casi de puntillas, irrumpió el Sky en la sala de estar. El movimiento de los británicos activó de inmediato al Astana, que se levantó del chaise-longue para compartir el joystick de la carrera.
Los fugados estaban sentenciados a pesar de las carreteras reviradas, que siempre dan alguna hebra de oxígeno y unas migas de esperanza.
En el ciclismo moderno, sin embargo, no existen los indultos, menos aún en citas como la Itzulia. Tampoco hay una línea de teléfono con la voz del gobernador al otro lado para detener el destino o las caídas, que también penalizaron a Cummings, Cras o Madrazo. Todos tuvieron que abandonar. El ciclismo y sus tradiciones. Como el tiempo y las suyas por Euskal Herria en abril. Un penacho de sol por aquí, unos nubarrones por allá. La lluvia otra vez. El frío.
Y después una onza de sol y caballos de montaña, pottokas, al relinche, en paralelo a una caza con silenciador. Un nudo corredizo. Enlazados los fugados. Se acaloró el ritmo a una brazada del pantano de Uribarri Ganboa, donde los fugados eran unos naufragos. Trofeos de pesca del Deceuninck, pensando en Alaphilippe, y Lotto, con Lambrecht como palanca.
Bora se estiró para abrillantar a su líder, para escudarlo. Schachmann, a refugio. El alemán se metió en el bolsillo de un compañero. Entonces, el afilador, la guadaña del ciclismo. Rodaron cabezas. Guillotina para Alaphilippe, Castroviejo, Mas, Geraint Thomas, Adam Hansen... Ion Izagirre, que rastrea al líder, se libró de milagro. Le tocaron la rueda trasera, pero el de Ormaiztegi sobrevivió al azote y pudo seguir vinculado a la general. Se mantuvo de pie mientras un buen puñado de dorsales se enmarañaban en el dolor, arrastrados como piezas de dominó. Segado el pelotón, Schachmann se apresuró para dar la segunda campanada. “En los dos últimos días me he sentido muy bien. No va a ser fácil defenderse de los mejores escaladores del mundo, pero intentaré”, dijo el alemán, que no pierde bocado. En la sala de prensa se comió un bocata. La merienda del líder tras la carnicería camino del santuario de Estibaliz. El cementerio de Alaphilippe.