durango - En realidad, la memoria y el recuerdo alcanzan más allá que el palmarés, que con el tiempo no es más que una nota al pie de página del memorándum de la Vuelta. Oiz quería meterse en los sueños y en el territorio de las cimas que se ganan el respeto de la afición, que abrazó una subida bestial, hasta los mismos límites del ser humano, un territorio de agonía abrumadora que eligió a Michael Woods en una montaña que nació para siempre para el ciclismo. El canadiense fue el primero en hollar un cima imposible, plegada entre la niebla y la muchedumbre, que quiso pintar de épica una ascensión que fue un paredón de fusilamiento. En una subida de pesadilla, Woods se inspiró en Hunter y señaló al cielo. Un triunfo para la eternidad. Hunter era la criatura que su esposa y él esperaban con ilusión pero perdieron antes del parto. Un drama humano. Con su victoria, Woods le puso el nombre a un sueño que germinó desde la veneración al ciclismo y que recorrió el espinazo de Bizkaia, su sistema nervioso y su epidermis, entregada la afición al ciclismo en un final colosal, apoteósico. El Tour de Bizkaia.

Oiz fue el tuétano, una cumbre para las nuevas generaciones del ciclismo y para el recuerdo de todas. Oiz fue un leviatán, el Saturno que devora a sus hijos. Oiz fue tan bello como salvaje, una montaña convertida en un tratado de supervivencia, de penurias, que enfatizó el corazón de la Vuelta en una jornada para la historia en la que Valverde se acercó un palmo más a Simon Yates, que perdió la estela del murciano. Valverde acecha al líder, que dispone de una renta de 25 segundos tras dejarse ocho en el hormigón de la gran mole. Al podio se agregó Enric Mas, el joven que quiere morder el porvenir y se afila en el presente. Woods fue el primer ciclista en pisar la cumbre. Nadie lo olvidará jamás. Ese será su legado. Pionero. Woods ganó llorando, atosigado por el empeño de Dylan Teuns, al que tuvo que remontar, agónico, desesperado. Al canadiense, en la mejor de sus victorias, la emoción le cayó en cascada tras batir al belga, a De la Cruz y Majka, la cordada que se atrevió ante el gigante, que antes se desprendió de Omar Fraile, valeroso, pero apaleado por las rampas despiadadas. “Oiz es muy bonito, pero para subirlo andando”, dijo el santurtziarra en una jornada emocionante entre el pasillo humano que valló el monte.

Como una montaña a la que se desprende una ladera, a Woods le sepultaron los recuerdos. El canadiense y su mujer perdieron la criatura que esperaban tras 37 semanas de gestación. El niño se iba a llamar Hunter. Cazador. Woods se acordó de él y cazó la mejor victoria ante una montaña que no acababa, donde se alejaba la meta, escondida en la niebla. El canadiense venció a rastras mientras la cuneta le gritaba su nombre y apenas se sostuvo una vez atravesó la meta en el kilómetro más largo que se le recuerda a la carrera. Woods rasgó la cortina blanca y le tuvieron que sujetar. Trémulas las piernas, exhausto, el canadiense llegó con el alma desnuda. No había otra manera de imponerse a un coloso semejante, más áspero aún envuelto por la niebla, que convirtió a los ciclistas en guiñapos, espectros sostenidos por el empuje de la afición, maravilloso su abrigo, el calor de su aliento.

una ascensión terrible El ánimo de una afición entregada fue el bálsamo en una ascensión terrible. Nadie pudo elevar la barbilla del orgullo frente a un Everest de mil metros de altura, pero con desniveles aniquiladores, en la que gatearon todos. También el infinito Valverde, que en su combate con Simon Yates limó 8 segundos que le colocan a 25 del británico a expensas de Andorra. Enric Mas, el futuro, pisó el presente. Es tercero en la general. Del podio se desprendió la percha de Kruijswwijk, descolgado el holandés por unas rampas demenciales. Una locura que también engulló a Nairo Quintana, al que las piernas le siguen recordando el dolor y destempló a Miguel Ángel López, que tuvo como lanzador a Pello Bilbao, que tensó desde Munitibar para lanzar la flecha de su líder. A Superman le faltó vuelo. Oiz fue el chispazo de una visión que dio luz a una etapa brillante. Un cañón de luz deslumbrante entre el sol de septiembre que la niebla apagó. Así se encendió el infierno de Oiz. Allí ardieron los deseos de muchos y se convirtieron en ceniza las fuerzas de todos. En su estreno, Oiz impuso su ley. La de la montaña que no hace prisioneros.

En La Arboleda, después del paseo para saludar Bizkaia desde Getxo, lugar de ignición de la etapa, donde desembarcó la Vuelta en el muelle en el que atracan los cruceros de placer, se agitó la carrera para una travesía con oleaje. Esperaba un océano de aficionados en la cuneta salpicando a los ciclistas, recordándoles que el ciclismo siempre perteneció al pueblo, una afición que veneró a Loroño, Lejarreta, Gorospe, Antón... lo mismo en Sollube que en Urkiola. Al baño popular que recorrió la columna vertebral del territorio, se alistaron un montón de fugados, entre los que sobresalían Vincenzo Nibali, Alexandre Geniez, Omar Fraile, Michael Woods, Ilnur Zakarin, David de La Cruz, Jonathan Castroviejo, Rafal Majka, Dylan Teuns y Bauke Mollema. Castroviejo recibió el homenaje de sus vecinos antes de salir, en Getxo. En Oiz no había sonido de aurresku. Solo música de réquiem. Fraile fue recibido como un general en Santurtzi y como un héroe en la montaña. El santurtziarra se desgastó en saludos, aplaudiendo a quienes le aplaudían. Entre vítores y ovaciones, la fuga se despidió del Bilbao de titanio y tomó altura para apuntar a Oiz a través de la costa.

En el pelotón, donde nadie se parece al Sky, dejaron que los animosos hicieran camino con el petate de la ilusión. Simon Yates mandó a los suyos regular la llave del gas. No para ahogar, porque su equipo no cuenta con una nómina de estranguladores, pero sí para que la temperatura no bajara demasiado. Entre los favoritos se pensaba en el hormigón de Oiz, una lápida para la mente. En la dureza es donde el ciclismo más se reconoce. Es un deporte de mineros.

Para inscribirse en la historia de montaña era necesario el martillo de la determinación y el cincel de la valentía. Con trabajo áspero, de canteros, quiso Euskadi-Murias subrayar su nombre, que ondea en lo más alto desde que Óscar Rodríguez conquistara La Camperona. La formación vasca relevó al Mitchelton para limar la ventaja de los hombres que ataron las sábanas en La Arboleda, el primero de los puertos, y se perdieron a través de los recovecos de la postal del latifundio vizcaíno, altivo San Juan de Gaztelugatxe y su invitación al Juego de Tronos entre Simon Yates y Alejandro Valverde en el agarrado de la Vuelta.

Desgastada la etapa, el primer paso por el Balcón de Bizkaia llamó a la aceleración. El Euskadi-Murias continuó tirando del trineo, tratando de coser la grieta entre los escapados y el pelotón. Astana apartó a la muchachada del equipo vasco y desenroscó su caballaje para colocarse lo mejor posible frente al coloso, que aplastó voluntades.

En Oiz se adentró la esperanza de quienes saben que una conquista de esa magnitud exigía un sacrificio vital, lacónico. La montaña es desde ayer un basílica para el peregrinaje, un altar que guardan los gigantes metálicos, molinos del viento que peinan Bizkaia. Un balcón abierto al paraíso que era un muro eterno, de lamentaciones, donde flotaba el tiempo, lento, pesado tapado por una sabana blanca y húmeda. Oiz, atestado de aficionados, de gritos y de pasión cribó la fuga con hormigón y paredes que dejaron frases lapidarias. En una subida a tientas, en un viaje al más allá, Quintana se despidió de la Vuelta. En la niebla, Valverde arañó la carrocería roja de Simon Yates, pero el legado pertenece a Woods. Renacido en Oiz.