LODOSA - El viento siempre sopla a favor cuando uno sabe a dónde va. Roglic no duda en su destino y va ligero de equipaje. Busca el cielo, tomarlo al asalto. De brinco en brinco. Se impulsó en Elkano y en San Pelaio, donde mostró la fuerza de su aleteo, sus pies de gato. En Lodosa, en la sastrería del tiempo, se cosió unas alas que le hicieron volar más lejos y más rápido que nadie. Supersónico. En realidad, Roglic domina el lenguaje del viento. Es hijo suyo. Lo fue cuando dedicó la adolescencia a los altos de esquí. En las montañas, en los saltos de trampolín aprendió a volar, a planear como un albatros antes de aterrizar guardando el equilibrio. En ese aprendizaje -el esloveno que llegó tarde al ciclismo pero que ha irrumpido como un torbellino-, fue campeón y también esquivó la muerte después de una caída brutal en uno de esos vuelos sin motor.
El hombre pájaro se subió a la bici. Emprendió otro vuelo. Ascendente. Como el de Elliot pedaleando la bicicleta para pasear a E.T., bajo la luz de la luna. Roglic lleva capa. Levita. Ingrávido. En un día en el que el viento azotó sin desmayo, un látigo en los márgenes del Ebro, Roglic se posó como cuando de pequeño aterrizaba con los esquís. La misma pose. Una coreografía victoriosa después de quedarse cara a cara con Alaphilippe (Quick-Step), el único de los favoritos que le sostuvo la mirada desde la distancia. El antiguo líder perdió 42 segundos con el nuevo monarca. Al francés le desnudó del liderato el vendaval de Roglic, que deshilachó los estandartes de Gorka Izagirre (Bahrain), Mikel Landa (Movistar) o Pello Bilbao (Astana), penalizados en más de un minuto por una crono que les empujó al extrarradio del podio. Bauke Mollema (Trek) y Patrick Konrad (Bora) les tomaron la delantera. Todos se codean a más de 1:30 del esloveno. Solo Alaphilippe, a 34 segundos, le inquieta de cerca cuando restan dos etapas a una Itzulia que acaricia Roglic.
A orillas del Ebro, la enorme garganta de agua que fertiliza la tierra, se unían Lodosa y Sartaguda, dos pueblos cosidos por la manos y la memoria de las mujeres, heroínas de La Ribera. En Lodosa, una escultura honra el trabajo infatigable de las mujeres, soporte de los frutos de la huerta. A espaldas de la obra escultura se retorcía la crono de la Itzulia, que tras una recta infinita, se elevaba en el repecho de Sartaguda, el pueblo de las viudas, antes de regresar a Lodosa. Otra escultura ofrece abrigo y recuerdo al drama vivido en la Guerra Civil en Sartaguda. La obra en el Parque de la Memoria representa a tres jóvenes que mueren fusilados fundidos en un abrazo. A las viudas de aquellos fusilados por las balas de la sinrazón y el odio del ejército Nacional, les quisieron robar después el trabajo, la cosecha de las tierras que trabajaron con sus propias manos. Las mujeres que se quedaron sin sus maridos, unieron sus voluntades para no perder lo que les pertenecía. En Sartaguda acabaron con muchas vidas, pero sobrevivió la dignidad. El gran tesoro del ser humano.
Tiende el ser humano a buscar los límites, a afeitar el abismo, incluso en una lucha que siempre pierde, como las cronos, porque el tiempo es imbatible. A pesar de ello está dispuesto a retorcer el organismo hasta el tuétano en la tortura de la geometría de los cuadros que retan al viento. Esa estampa que casa con el rostro del Caballero de la triste figura de El Greco, se recreó en la lucha por el reloj de la Itzulia. La galería de rostros tristes y de resignación que colgó Roglic con su actuación superlativa se amontonaron en Lodosa. El esloveno se convirtió en un pintor de batallas. Electrocutó al resto de los jerarcas con los fogonazos de su piernas. A su llegada, veloz, tanto que hasta tuvo que rectificar la trazada de lo rápido que entró por la puerta de la gloria, se fue hasta la luz. Sobrecarga. Demasiados vatios. Tuvo que serenar a sus nerviosas piernas haciendo rodillo. A Roglic se le quedó corta la crono.
DE MENOS A MÁS Al resto de aspirantes al amarillo Lodosa les pareció una recta sin fin. Una eternidad. La Ruta 66. Un viaje a ninguna parte. El horizonte era un punto infinito que padecer. En esa primera tirada, de cuatro kilómetros, con el viento castigando el hígado, Roglic, hierático, acoplado a su montura, era un rayo verde. Landa, Pello Bilbao y los Izagirre se difuminaban entre el viento y la brea. Todos ellos se vieron por debajo de su mejor versión, a la que se acercó Jonathan Castroviejo (Sky), cuarto en la etapa, a 14 segundos del esloveno. Los Sky, que partieron con menos viento, apenas con una leve brisa frotándoles el costado, se escalonaron en cabeza. Kiryienka fue tercero y Kwiatkowski, quinto. Solo Patrick Bevin (BMC) les superó. El neozelandés se instaló en la silla de espera toda la sobremesa hasta que Roglic exigió lo suyo. Devoró a todos. A Bevin le sacó de la alegría por nueve segundos.
Ese frente no era, sin embargo, la prioridad de Roglic, dispuesto a vocear su poder en la contrarreloj. Huracanado, el esloveno fue creciendo en intensidad. “Era una crono de potencia, de fuerza, de dar pedales. No tenía ningún misterio”, resolvía Mikel Landa, que se movió en sus marcas. Espumoso tras virar en Sartaguda, Roglic fue un dinamo que iluminó el camino que oscureció al resto. Resistió la mota amarilla de Alaphilippe. Centelleante, pura energía, Roglic finalizó pletórico, adrenalítico. Al igual que el pasado año en la crono de cierre de Eibar, donde venció tras repuntar en el epílogo. Antes de aquello, Roglic había sobrevolado Bilbao, ciudad que conquistó de arriba hacia abajo. Su estilo. Su trampolín. Kamikaze. En picado. En Lodosa dejó huella en el llano. Vuelo rasante. Ahora le espera el cielo. El chico que disfrutaba tirándose del trampolín una vez cauterizado el vértigo, emprende el viaje contrario. A la victoria quiere llegar volando. De abajo arriba. En la Itzulia también es lo suyo. Roglic vuela alto.