lieja - “Estos días puedes perder el Tour. Lo más importante es intentar salvarlos. Cada día que cruzas la meta sin percances es un éxito”, reflexionaba Contador, sano y salvo, en Lieja. En sus calles, al fin secas, instaló el Sky los rodillos que sirven para bajar el lactato y la adrenalina. A Froome, ese ejercicio costumbrista que remata cada etapa, le pareció una bendición, una visión maravillosa a la que se entregó con una sonrisa. Al lado del autobús de su equipo pudo quitarse Froome el susto de encima y la inquietante sensación de que el Tour se le podía haber esfumado sin un saludo de despedida ni un amago. A la francesa. Hasta Humphrey Bogart tuvo su momento para decir adiós a Ingrid Bergman en Casablanca y ver partir al amor de su vida. El de Froome es el Tour y aún puede decir que lo conserva. “Sigo sonriendo”, colgó en la redes sociales aliviado antes de mostrar la imagen de su caída. Paradójicamente Froome se serenó dando pedales que no avanzan. Se felicitó el británico, quieto y a solas con sus pensamientos. Encontrarse allí, parado, sin más vistas que la curiosidad de los curiosos que le miraban, no se sabe si como los jubilados a las obras o como los fieles a un santón vestido de blanco, era el paraíso para el británico, que a punto estuvo de que su Tour se fuera al infierno en medio de la lluvia. Las tormentas tienen agarrada la pechera del carrera francesa. A treinta kilómetros de meta, se congeló el rictus de Froome. Encharcada la carretera, dividida por una isleta, el pelotón, que perseguía a Boudat, Pichon, Offredo y Phinney, entró en pánico.

El piso, empapado, chorreando, era un escenario lúgubre en un julio que luce el aspecto tristón de noviembre. Camino de Lieja cada nube era una trinchera. Un decorado en tonos negros y grises. En el asfalto líquido se trataba de flotar. De no hundirse. Los ciclistas braceaban con manguitos. Hasta que patinó Tony Martin, el cuarto en la fila. Un gigante que provocó un socavón. En su caída se produjo el arrastre. La guadaña. Una veintena de corredores dieron con sus huesos en el asfalto, un río salvaje convertido en un osario. Cuerpos a tierra. El bombardeo de la lluvia derribando dorsales. En el espejo que era la brea se reflejaron los rostros asustados de Froome, Bardet, Thomas, Porte o Gesink. La montonera era un signo de interrogación y de preocupación. Se palpaban los corredores. Froome, tan liviano, alto, perfil de hilo el suyo, había caído. Le costó levantarse entre el amasijo de bicicletas y cuerpos anudados, amontonados en la carretera. El Tour, en suspenso. De repente, el flash de la memoria conectó con las camas de hospital. Con Valverde, operado, e Izagirre, a la espera de intervención. Ambos fuera de la carrera tras la fea caída en Düsseldorf que Eusebio Unzué, mánager del Movistar atribuyó a una moto de la organización que “se fue al suelo y dejó líquido en el asfalto. Esto provocó que hasta ocho ciclistas terminaran contra las vallas en ese mismo lugar”. Junto a la isleta por la que se precipitó el pelotón no hubo rastro de la huella aceitosa de una moto, pero sí un charco que fue un pozo negro. El muro de las lamentaciones. Allí se incrustaron un puñado de corredores. El escalofrío de una caída que pudo eliminar a Froome, Porte y Bardet, el rey y dos príncipes del Tour. Froome se rehizo y se soldó a la rueda de Sergio Henao. La reacción del británico fue rápida. Sabía que el Tour es más fácil que se despidiera de él de esa manera que en las altas cumbres. Las grandes derrotas suenan a caída. El destino quiso que Froome, que en 2014 tuvo que retirarse por una caída, solo se llevara unos rasponazos en el culote. Un recordatorio de las manos de lija del Tour y sus dedos punzantes. La caída desnudó a Froome, pero el pelotón dictaminó clemencia. Su accidente bien pudo convertirse en el tañir de las campanas que tocan a los caídos, pero la sirena de su descabalgamiento sirvió para frenar de inmediato a los equipos que mandaban. Se impuso la valija diplomática. Quick-Step, Lotto, FDJ y Bora, que pensaban en la etapa, evitaron soliviantar al Sky, que patronea el Tour con el liderato temporal de Geraint Thomas, pero que manda con mano de hierro desde el trono de Froome. La caída del británico fue una llamada a la calma, como esas de los gobernadores que impiden una ejecución a través del teléfono en las películas. La prisas de Froome por enlazar con el pelotón, -los muchachos de Bardet también se sumaron a la tarea, contrastaron con la pausa de los equipos que buscaban el sprint en cabeza.

calma tras el caos Entre los rivales del británico nadie osó llevarle la contraria. Quintana, Contador y Aru, con sus equipos relucientes de fuerzas en el segundo día, no movieron ni un músculo a pesar de que la situación les concedía ventaja táctica. Imperó el politiqueo y la evidencia de que Froome es el patrón de la carrera. Venció el respeto hacia la figura del británico. Dumoulin no tuvo tanta suerte en el Giro. En ese tiempo de persecución edulcorada, sin histrionismo, al calor de los coches y el refugio de varios compañeros, Froome cambió incluso de bicicleta porque en la caída se le desajustó la montura. De nuevo sobre la bicicleta, el británico se cosió a Nieve y Knees para superar la pequeña cota que lanzaba la carrera hacia Lieja, la ciudad que incendió Indurain en una de las etapas más recordadas del quinquenio del navarro y que descubrió Bartali para el Tour en 1948. El británico abrió la puerta de atrás del pelotón y se confundió entre el paisaje con un par de rasponazos en el trasero. Lieja no fue el camposanto para Froome si no una ciudad en la que venció por el hecho de llegar. Paró de llover y Kittel lloró de alegría en meta. Se sentó en un bordillo y se tapó la cara por la emoción. Instantes antes gritó su victoria en un sprint fenomenal que borró las ilusiones de Phinney y Offredo, atrapados a un kilómetros del final de Lieja, donde Froome se dejó la piel. Le había mordido la lluvia.