düsseldorf - Como lágrimas en la lluvia. Así finalizó el Tour más triste para Ion Izagirre y Alejandro Valverde, estampados los dos contra el suelo, duro, frío y húmedo de Düsseldorf. Doloridos ambos, quebrados por dentro y por fuera. Sus cronos concluyeron en el hospital. En esa curva siniestra de Düsseldorf se quedaron los sueños y las ilusiones de Izagirre y Valverde, arrancados con crueldad de la Grande Boucle, la carrera que no hace prisioneros, una epopeya de supervivencia. Al Tour no se le puede ganar, a los sumo se le resiste para venerarlo y después, si acaso, contarlo en fuego bajo de los recuerdos. El futuro se les derrumbó al de Ormaiztegi y al murciano en un giro traicionero, lacerante, en una carretera de espejo, resbaladiza, malencarada, hosca y despiadada que les incrustó contra las vallas. A Izagirre se le astilló la esperanza en su debut como líder en el Bahrain, al que llegó tras su magnífica victoria en Morzine un año antes. Aquel día diluviaba y Ion era un pozo de felicidad. El río del la vida fluía por el sistema nervioso de Izagirre. Despiadado, desmemoriado, el Tour le ahogó ayer... en un día de aguaceros, de tormenta y tormento. La carrera francesa es un Saturno que devora a sus hijos para escupirlos. Es un leviatán que necesita llenar la tripa de su leyenda. En otro día de lluvia, a Izagirre se le escurrió el Tour en apenas siete kilómetros. A Valverde, la Grande Boucle, también le tumbó en la misma curva antes de que cayera Ion. En su mejor temporada, la lluvia acribilló al murciano en Düsseldorf, una ciudad que fue barrida por los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Solo quedó un paisaje de escombros y miseria. De ese material se forró la piel de Izagirre y Valverde. “Fractura de la rótula izquierda. Herida en la tibia izquierda. A la espera de más exámenes radiológicos para ver si hay más lesiones” para Valverde. Contusiones en la zona lumbar y la cadera izquierda para Ion Izagirre. Desesperación para ambos.
Un muro de tristeza, de la dureza extrema que exhibe la carrera, rodeó el primer día del Tour, que evidenció la fortaleza de Chris Froome y sus colegas del Sky, cuatro de ellos apelotonados entre los ocho mejores de la clasificación en el nacimiento de la carrera. El británico, sexto en la crono, a apenas una decena de segundos de Geraint Thomas, el alfil que lució el primer amarillo, aventajó en más de medio minuto a sus rivales. Froome marcó territorio y alejó las dudas que le colgaron durante el curso. El latifundio del Tour es suyo y quien lo quiera tendrá que tomarlo al asalto. Con su actuación, el británico, cinceló su romance con el Tour y arranca su misión con la ventaja del tiempo y la psicológica. Llovió para todos, pero Froome se mojó menos, impermeabilizado por la membrana de quien es el dominador del Tour. Richie Porte se dejó 35 segundos, Quintana 36, Bardet 39, Aru 40 y Contador 46. Los escaladores pactaron sus tiempos. Todos con retraso respecto a Froome.
El verano no fue verano a orillas del Rin ni tan siquiera el primer día de julio, cuando amanece el Tour de Francia en Düsseldorf vestido de radiante amarillo, el color del sol. Estaba emboscado el sol, apresado entre las nubes grises, húmedas, en una ciudad que moqueaba lluvia y todo lo mojaba, sin distinción, la señal de una batalla. La carretera sudaba agua bajo la presión del reloj y la tensión goteaba sobre los rodillos en el calentamiento de los favoritos a la carrera, que al inicio parecían un grupo y después fue Froome y el resto. Aunque Düsseldorf, que posee el jardín botánico japonés más bello de Europa, no se veía bien, atrapada la ciudad entre una llovizna pertinaz, incansable, que era niebla, a la Grande Boucle convenía entrar con chispa y los ojos bien abiertos aunque los 14 kilómetros de la contrarreloj apenas supusieran un pequeño aperitivo. Conviene no despreciar la cocina en miniatura.
el mando de froome Los jerarcas de la carrera son conscientes que en los primeros pliegues el Tour nadie ondea la bandera bordada con hojas de laurel, pero sabían que las derrotas necesitan poco tiempo para incubar y estallar en cualquier momento y lugar. Esa mina era una curva en el kilómetro siete. A Valverde e Izagirre Tour se les evaporó antes de empezar. O casi. El Tour de 2016 se difuminó a Contador en el estreno de Normandía. Poco después se le rompió del todo. Con el piso cristalino, el asfalto reflejó la precaución de los que miran el depósito a largo plazo, como los jubilados que no quieren sobresaltos con los ahorros en la cartilla. Nadie quería patinar en un circuito con alguna que otra chicane y que descabalgó a Groenewegen, el primero que supo de la brea alemana. Después se amontonaron las caídas, patrocinadas por la lluvia, y se levantó un hospital de campaña. Gallopin fue el anuncio del derrape de Valverde e Izagirre.
En una crono corta como un espasmo, pero suficiente para paralizar el latido de cualquiera, Froome, el máximo candidato, no solo estudió el trazado sobre la bicicleta, sino que también se subió al coche del Sky como copiloto para ver el rodar de Kwiatkowski e interiorizar el recorrido desde otra perspectiva. En lugar de cantar las notas, Froome las anotó en la libreta de las sumas y las restas. En la era de las redes sociales, nada como ser testigo directo. Kiryienka fue la liebre del Sky, el que mandó en la tabla de tiempos. La estela del portento bielorruso la siguió el polaco. Eran las migas en el camino de Froome. Geraint Thomas trazó una línea que iluminó a Froome, el último en salir, advertido de la caída de Valverde, que dejó un fuerte eco. Un impacto duro. Salvaje. Valverde ovillado sobre su dolor. Esa escena, con el español inmovilizado por las heridas, obligó a Contador a levantar el pie y hundir la maneta del freno por miedo a que el Tour le descontara el dorsal. En esas condiciones, se impuso el sentido común, una mirada al mañana, un porvenir que no verán Izagirre y Valverde, roto su Tour en una maldita curva.