bérgamo - El Giro mima su historia y cuida su árbol genealógico con devoción. Apasionados los italianos de su memoria y de sus leyendas, que son muchas y cosen el recorrido de la carrera, el sistema nervioso de Italia. El Giro es viejo y pretende la inmortalidad. Amor infinito. Por eso, en Bérgamo, Felice Gimondi, que conquistó cinco grandes: tres Giros, un Tour y una Vuelta, y al que le decían el Fénix por su capacidad para reconstruirse y sacudirse las cenizas de la derrota, saludó la victoria de Bob Jungels, el intrépido luxemburgués que firmó un triunfo estupendo entre los jerarcas de la carrera. En el sprint de los patricios del Giro, Nairo Quintana se coló en segunda posición y recogió un botín de media docena de segundos respecto a Tom Dumoulin, que alcanza la jornada de descanso con un colchón mullido en el que dormir su sueño. Quiere Quintana ser su pesadilla, el hombre del saco que se entrometa en las ilusiones del holandés. Obligado al remonte, Quintana desea emparentar con Gimondi, el Fénix. En las tierras de Gimondi se levantó Quintana del K. O. técnico del Santuario de Oropa, donde Dumoulin, además de vencer, encendió un neón sobre su potencial para entronizarse en el Giro. Camino de la ciudad lombarda, donde Juan XXIII paseaba antes de que fuera Papa, Dumoulin mostró su grandeza y redimió a Quintana. Mandó parar el holandés para que el colombiano alcanzara el carruaje de la realeza después de que se fuera al suelo y se desconectara de los mejores en una curva con angustia. El gesto sereno de Dumoulin permanecerá en la retina del Giro. “Es un gesto que agradezco, y que es importante que se dé”, acuñó el colombiano, que pudo quedar aislado hasta que Tom Dumoulin decidió tenderle un puente de oro. Fair play. No sucedió lo mismo cuando se enfilaba hacia el Blockhaus y una moto dinamitó el Giro para Landa. Entonces nadie paró y mandaba Quintana. El tiempo dirá si la decisión del líder es la correcta cuando el Giro concluya y tal vez seis segundos lo sean todo.
Aliviado, Quintana se rebeló en un día accidentado para él, que bien pudo hacer que el Giro se le esfumara como las volutas de humo que flotan en el aire tras una calada profunda y una expiración artística. Bellas, pero efímeras. Esquivó el destino en el Miragolo San Salvatore, donde la fuerza centrífuga le arrastró al suelo. José Joaquín Rojas, uno de sus escuderos, le dejó su montura, sensiblemente más grande que la suya. Quintana tuvo que parar más adelante para ensillarse en su bicicleta y pedalear con las prisas del que se le desvanece la esperanza en un tren. Dumoulin, líder majestuoso, supo de la desgracia del colombiano en el descenso burlón y y amainó la velocidad. Redujo la marcha. Freno motor en una carrera que se desparramaba en estampida, con el inigualable aroma de las clásicas, donde solo existe el presente; el aquí y el ahora. Dumoulin no quiso calibrar el futuro, aunque el horizonte para él tiene aspecto de infierno. A Quintana, por contra, se le abrió el cielo con el rescate del líder, después de asomarse al abismo en San Salvatore, un monte propiedad del obispado de Bérgamo, que está unido a los relojes de péndulo.
el gesto del líder A Quintana, -que cayó en el tic-tac del revirado descenso, la lengua de asfalto burlona, festoneada por los cortinones verdes de los árboles y la vegetación-, el reloj del Giro se le quedó en suspenso. Los segundos encorvándole el pedaleo. Se le clavaban las manecillas al colombiano, que recobró el ánimo porque Dumoulin paró el reloj en un grupo con todos los dorsales dorados, salvo el de Quintana. Si hubiese habido acuerdo para eliminar al colombiano, difícilmente el Movistar podría haber salvado el gaznate de Nairo. Se puso en hora la etapa, todos los favoritos encajados en el mismo tiempo, mientras Deignan, Van Rensburg, Molard, Luis León Sánchez y Rolland se catapultaban con inquietud a través del Selvino, otra cota, otra chepa para retorcer el día. En el descenso, con el recuerdo de las caídas aún supurando, se activó el protocolo de prudencia. Reinsertado Quintana, nadie quiso entrar en el acelerador de partículas. A pesar de ello, Elissonde y Formolo patinaron. A la cuneta.
En los parajes del Giro de Lombardía, desatada la carrera, una avalancha montaña abajo, Tanel Kangert, el mejor hombre del Astana se estrelló contra una señal en una isleta que le sacó del Giro. No había consuelo ni tiempo para los lamentos. En Bérgamo, una ciudad de piedra, armada por el abrazo de un muralla, se disolvió la escapada. Surgió Jungels, impoluto, blanco nuclear. Una bomba de estilo, clase y potencia. En los cantos rodados, masticó las piedras. Partió con el entusiasmo y la energía de los elegidos para las grandes misiones, como aquellos voluntarios bergamascos que tomaron parte en la Expedición de los Mil encabezada por Giuseppe Garibaldi contra el ejército de los Borbones en el Reino de las Dos Sicilias durante el Risorgimiento.
El pelotón que comandó Jungels, que soliviantaron Nibali y Pozzovivo se redujo a una docena de los más destacados artilleros entre el callejero de Bérgamo. La emoción recorrió cada pulgada de una final excelso, la carrera en la centrifugadora, sin un parpadeo de resuello. Se concentró la nobleza del Giro en un descorche estupendo que encoló al líder Dumoulin, Nibali, que dejó su sello, Quintana, Yates, Pinot, Zakarin... una reunión de apóstoles en la vía que condujo a Juan XXIII a ser Papa. En ese lugar, Jungels, con la túnica blanca que encumbra a los jóvenes, se bendijo en el Giro, donde obtuvo su mejor triunfo. “Fue el primer sprint que he ganado en una carrera como esta, es genial”. Quintana le encimó, pero no pudo con Jungels, al que saludó desde el podio Gimondi. A Quintana le quedó el apodo, Fénix. Caído en San Salvatore remontó el vuelo para arañar seis segundos a Dumoulin, que antes le había indultado.