PESCHICI - Cinco años atrás, en Falzes a casi 1.000 kilómetros de Peschici, que posee el encanto de las casas blancas asomadas a la balconada del hipnótico Adriático, turquesas sus aguas de anuncio, Ion Izagirre elevaba el apellido de José Ramón, su padre, a los altares del Giro. Un Izagirre escrito con letras rosas. Gorka, el hermano mayor, consejero y confidente de Ion, siempre cuidó de él. Deletreaba su nombre Gorka con la sobriedad de la grafía rectilínea y negra. Sin arabescos ni requiebros. La de Gorka es la vida de los anónimos. Anegado, siempre pendiente del resto, Gorka se talló como un infatigable trabajador, estupendo mayordomo, insobornable escudero, la columna en la que cualquiera quisiera apoyarse porque nunca cede. La clave de bóveda. Un muro sólido. Mármol de Carrara. Ese papel secundario, le hizo invisible a los ojos apasionados de la victoria, que le esquivó la mirada. Le dio largas. Apenas algún guiño en carreras de escaso voltaje. Lo suyo era el tajo, los escenarios sin alfombra roja, la entrega fuera de los focos. “Pero mi hermano tiene mucha calidad si le dejan hacer”, recuerda Ion cada vez que glosa la figura de Gorka. En Montesanto, donde elevaba el mentón el final de la agitada octava etapa del Giro, al fin despierta la carrera italiana, Izagirre, de nombre Gorka, se reivindicó. Se desprendió del buzo de operario para vestir de esmoquin, que luce más. La sastrería también cose la lucha de clases. Pero incluso en el podio, en el mejor de sus días, Izagirre mantuvo el perfil serio que le acompaña y los guantes, siempre los guantes, que le recuerdan que las suyas son manos de currante.

Ese detalle significa a Gorka Izagirre, tan poco habituado al confeti y a los festejos que giró el cuello después de atravesar la meta, como queriendo certificar una vez más que su sueño era real y que Visconti, su rastreador no podía sisarle su gran momento, “mi mejor victoria”. Faltó que se pellizcara Gorka después de su despegue en una cuesta picuda, justo cuando Conti, que volaba sobre un cohete, resbaló en su ímpetu y se fue al suelo en una herradura. Mala suerte. Caprichos de la fortuna. “He dudado un momento”, relató Izagirre. Después se despegó de la incertidumbre para enfrentarse al destino. “Un kilómetro que se me ha hecho muy largo”. Esos mil metros, reafirmaron la calidad de Izagirre, que voceaba una consigna: “A tope”. Gorka, en el lugar que siempre quiso. No estaba dispuesto a quedarse como la gabardina de Bogart en Casablanca, en la nostalgia de “siempre nos quedará París”. Aquellos era Italia. Lejos de cualquier rapto de melancolía, Izagirre, el pendiente de pirata al asalto, los ojos comiéndose la cuesta, atravesó el Cabo de Hornos. Sabía que Visconti, compañero de Nibali, al que salió a marcar en el Sant Angelo no aflojaría. Sin los grilletes de las órdenes de equipo, liberado al fin, corriendo por su nombre, Gorka cayó en cascada sobre una rampa dura, exigente. Ganó con los guantes puestos en un día que hubo boxeo después de una semana de guante blanco en la carrera rosa.

LAnda se prueba Mikel Landa, cuyos guantes son negros, del Sky, van cargados de dinamita para lanzar directos. El murgiarra se subió al cuadrilátero cuando observó que el mecano de los equipos cedía, que la carrera estaba disparada y el caos se hacia un hueco tras días de quietud. Gorka Izagirre, Visconti, Conti y Luis León Sanchez galopaban hacia la grupa de Peschici. Al fin la velocidad y la dureza revoloteaban en la coctelera del día. Mikel Landa leyó el pregón a pleno pulmón. Vocalizando cada pedalada. Asfixió el manillar por la parte de abajo, su firma, y tomó altura. “Quería recuperar sensaciones tras varios días llanos”. El deseo de Landa era un quebradero de cabeza para el resto. También para el Movistar. Gorka Izagirre iba por delante, pero el temor que infunde Landa cada vez que se pone de pie puso en guardia a los pretorianos de Quintana y a los camaradas de Pinot, que apagaron la llama de Landa en cuanto pudieron. Les costó un rato porque el alavés, rebelde, no se entregó. “He visto que se desarmaban los equipos y lo he intentado, a ver si se animaba alguno más”. Landa, seductor de montañas, no puedo engatusar a nadie más para su motín. El resto sabe de sobra que no es el mejor compañero de viaje, así que la alianza se produjo para reducir al alavés, un dinamitero. A pesar de la captura, a Landa le salió esa media sonrisa tan suya. “Estoy contento”. Con el Blockhaus parpadeando en la esquina de hoy, el alavés demostró su jerarquía y lanzó un mensaje evidente para Geraint Thomas, con el que comparte sidecar en el Sky.

Por una vez, Gorka Izagirre no tenía que mirar al lado, ni preocuparse por los pasajeros. Tácticamente exquisito, el de Ormaiztegi volteó su naturaleza gregaria. Interpretó de maravilla las corrientes internas de la carrera. Excompañero de Visconti, supo Izagirre que debía fintar al italiano, un trilero. Dio carrete a Conti, más bisoño, siempre al frente en el tramo definitivo. Al italiano se le deshojó la margarita en una curva apresurada. El no de Conti fue el sí de Gorka. Emergió entonces Izagirre, que salvó al caído. Con el voltaje necesario lanzó su descarga eléctrica. Ser o no ser. Hamlet frente al espejo. Cerró la puerta y se despidió de sus jornadas en la factoría. Se subió a un flamante descapotable y sintió la brisa del triunfo en el rostro. No existe mejor sensación. Al fin, libre. Sin capota. Al descubierto. Salvo por los guantes, que nunca se quita.