Empuñó Valverde la gloria en Arrate y se echó a reír. “Me da igual ganar que perder”, dijo. Le salió rápida la dicha. No lo pensó Alejandro. Ese es su secreto. Funciona como un niño feliz por poder tener una bicicleta y pedalear. Así de simple. El ciclismo es una diversión, de ahí que no quiera hacer cálculos y pensar en la contrarreloj de Eibar, que decidirá hoy la carrera porque los favoritos están comprimidos en las manecillas. Comparten plano Valverde, Urán, Bardet, Meintjes y Woods como una escena del camarote de los hermanos Marx. Fuera, en la puerta, aguarda Contador, que se cortó por la tremenda caída de Samuel en la bocana de Arrate. El madrileño merodea a apenas tres segundos, e Izagirre, un especialista, amenaza en el fondo del pasillo, a quince segundos de Valverde. No corre el tiempo para Valverde, al que solo la alegría es capaz de vencerle. Únicamente el festejo pudo con el murciano, otra vez ganador en un epílogo salvaje y bello, que salió del infierno de Matsaria para posarse sobre cielo de Arrate. Ese viaje en cohete enmarcó al mejor Valverde, habitante del podio, casero del triunfo. En el santuario, confesionario del ciclismo vasco, tomó el púlpito. Levitó para imponerse a dentelladas al canibalismo de Matsaria y colocar otro trofeo en su museística vitrina. Un altar para Valverde en el santuario.
En “La Catedral”, en las costillas de San Mamés, que tiene la piel escamada, se arremolinó un pelotón de curiosos que querían ver a Valverde y su sonrisa. Romería de aficionados. Hubo un tiempo en el que en viejo campo también se corría en bicicleta. Rodaron los ciclistas en lugar de la pelota. Anillo de madera. Velódromo. Era 1960 y la Vuelta a España se decidía en un campo de fútbol. San Mamés se empachó de público como cuando aplaudía al Athletic. Los más pudientes se instalaron en la tribuna principal, a 75 pesetas el asiento, para ver a los ciclistas. La general, la más populosa, se cobró a 10 pesetas. Un éxito. Gol. Antes, en los años veinte del pasado siglo el Athletic patrocinó un equipo ciclista. Ciclismo en rojo y blanco. Un siglo después, San Mamés es otro, lozano, egregio el perfil, moderno. A su sombra, Valverde brillaba ambición. Buenas piernas, codiciosas, en un mediodía donde el sol mostró sus dilatados bíceps. Día para la pose y la pasarela.
El idioma del diseño es el italiano. “Andiamo”, lanzó Ion Izagirre después de aligerar la bicicleta, de limarle unos gramos del GPS. El peso produce sarpullido en los ciclistas, más cuando se deben cuadrar ante Arrate, a través de la enredadera de Matsaria, un lugar con nueve herraduras, que no son sinónimo de fortuna. Infierno festoneado de hayas. Dante pasó por aquí, pero se le olvidó contarlo en La Divina Comedia. El de Ormaiztegi, capitán del Bahrain, no necesitaba que le indiquen el camino. La Itzulia la tiene en la cabeza, marcada en las líneas de la mano, que según algunos puede deletrear el futuro. Izagirre tratará de ganárselo. La carrera está encerrada en un puño. Presa de un recorrido amable, que no desbrozó ni lijó en los cuatros primeros días, necesita muchos dedos para contar favoritos. Estrujados todos en un palmo, que ni tan siquiera la tortura de Matsaria, un ring en el que soltar manotazos y directos, despejó.
Preparación del asalto Omar Fraile optó por el juego de piernas antes de subir al cuadrilátero. A él y al resto de la fuga les prohibieron la aventura. Atornillados todos cuando el Orica dispuso el tren en Usartza. Raíles para Simon Yates. Marcha marcial. El soniquete de los australianos era el preludio de la gran descarga eléctrica en las empalizadas de Matsaria. En el foso de San Miguel, Michal Kwiatkowski pinchó. Tuvo que darse prisa el polaco para reunirse con el resto, dispuestos al alumbramiento. La Itzulia, dentro de un redoble de tambor. Movistar tomó el testigo del Orica para seguir ventilando la estancia, repleta de dorsales, y tocar a rebato. Sin tiempo para tararear. Jadeos y respiración entrecortada.
Matsaria puso el corazón en la boca y el plomo en los bolsillos. Piernas duras, tiesas, en un puerto que mordió con saña. Devorador de hombres, destructor de ilusiones. Matsaria exigía pertiguistas y dinamiteros. Allí se reunieron las mechas de Valverde, Contador, Urán, Bardet, Izagirre, Woods, Meintjes y se apagaron las lumbres de Roglic, Kwiatkowski, Yates y De la Cruz, sin rflejo en el espejo. En unas rampas de pura supervivencia, se orquestó un final tremebundo, durísimo. Los gemelos, de piedra, los pulmones suplicando por aire para refrigerar los motores, con las revoluciones en el techo del paladar, el lactato subiéndose por las paredes. Eibar, un pueblo que escala a la montaña, promovió el alpinismo en Matsaria, un giro de tuerca en el potro de tortura. Una noche fría y oscura frente al flexo de una sala de interrogatorios.
Implacable y despiadado, Matsaria edificó un amasijo de penurias, un fotomatón en el que retratarse sin maquillaje. En esa radiografía, una mesa de autopsias, sin un lugar en el que guarecerse de la brutalidad del puerto, Woods fue el primero en sacar el hacha de guerra. Canadiense. Leñador. Más madera. Woods astilló el grupo, que se quedó en los huesos. Esqueletos sobre bicis. Halloween en abril. Del osario se cayeron Kwiatkowski y Roglic. Al hombre pájaro se le quemaron las alas al sol. Derretido por Matsaria. Ícaro. Le siguió el líder, De la Cruz, crucificado en el calvario de una cumbre feroz. Amarillo desteñido. El hachazo de Woods calentó a Valverde, siempre a punto. Al pil-pil. Valverde empuñó el manillar por la parte de abajo y tiro para arriba. Persianazo. Estrujó los pedales y oprimió el gaznate del grupo, donde palidecían Henao e Izagirre. Contador, Bardet, Meintjes y Samuel resistían la ofensiva.
El sufrimiento de Izagirre A por Woods se lanzó el entusiasmo de Meintjes. Por detrás, Valverde, terco, repleto de clase, tiraba del velcro para ver las costuras del resto. Se le abrieron a Izagirre y Henao, ahogados por la insistencia de Valverde, un depredador con el armario repleto de presas. Rebelde, Valverde elevó el tono de la refriega. Contador, bailongo, no le dio un metro. Dispuesto al chotis el madrileño. En las herraduras, un garrote vil, se retorcía la Itzulia, al fin ante una etapa con carga de profundidad. En la cumbre de Matsaria, a unas brazadas de arrate, Valverde cosió a Woods y Meintjes. De la ecuación se quedaron fuera Henao e Izagirre, unos segundos por detrás de la jauría de lobos, que se proyectaba hacia Arrate, la montaña donde Samuel Sánchez mostró tres dedos y tres sonrisas tiempo atrás.
Ayer le colgó el codo, ensangrentado, dolorido tras una caída cuando había ganado unos metros. Se desparramó Samuel, traslado después en ambulancia. Aulló entonces la sirena, anunciando a Valverde, un tirano, para cobrarse otra victoria, la 105 de su palmarés, y pintarse de amarillo antes de la crono donde se jugará la carrera con tres segundos sobre Contador y quince respecto a Izagirre y Sergio Henao. Entre esos dos puntos cardinales parpadean Urán, Bardet, Meintjes y Woods empatados con Valverde. La margarita de la Itzulia se deshoja en la contrarreloj de Eibar. En la ciudad armera, Valverde guiñó el ojo. Francotirador en Arrate. Un altar para él.