SIENA - Convertidas las carreteras de la Toscana, por donde se despliega la Strade Bianche, en una taller de alfarería, barro y agua, Kwiatkowski moldeó su mejor figura, un laurel formidable, llanero solitario abrazando Siena, donde los caballeros se empujan y se desbocan en el palio esa pugna de vecinos a caballo. Kwiatkowski acentuó su mejor versión y fue fiel a su molde, aquel que le despegó del resto tiempo atrás y le condujo a la aristocracia. Campeón del mundo en 2014. El arcoíris le deslumbró. En un día oscuro, la lluvia impertinente, molesta, refrescó el instinto salvaje de Kwiatkowski. En una carrera entre vides, no existió la paciencia de los bodegueros toscanos que aman el vino y la espera. La paciencia, denominación de origen. En la Strade Bianche se impuso la vendimia del toque de corneta. Liberados del control de los equipos, puenteados por un campo de trincheras, comenzó el baile de máscaras. A Sagan se le resquebrajó el antifaz. Atosigado por las malas sensaciones, sacó la bandera blanca y se retiró. Esa idea era contraria a los cálculos de los enérgicos Kwiatkowski, Van Avermaet, Wellens, Stybar, Dumoulin, que florecieron eléctricos en una escenario que se tragaba ilusiones a media que el sterrato, contaba caídos.
Se fortaleció el núcleo duro, el de jinetes eléctricos, donde los relevos eran ataques. Sacudidas. Ensillados sobre la valentía, desatados de cualquier corsé, el ciclismo añejo, el de la supervivencia. Sin tiempo para la espera. La Strade Bianche se desparramaba en cascada, tremenda la agitación entre quienes pujaban por la gloria. Desestimados los dorsales que se adosaron a la primera aventura, Pinot, Jauregui, Engen Krsaeth , Andreetta, Gonçalves y Frappoti, el paisaje tornó a campo de batalla. Nada de fogueo. No hubo armisticios. Solo lluvia, tierra mojada y una jauría con las fauces sedientas. En la mesa del azar, se giraron los dados cada vez que la carretera, bamboleante, cimbreaba. Agotado el esfuerzo de Gonçalves, descontados Jensen y Durbridge, atronó el cuarteto de cuerda: Kwiatkowski, Van Avermaet, Wellens y Stybar a la espera del látigo de Dumoulin, que presentó sus credenciales en cuanto encontró una rendija. Al holandés, sin embargo, le rodeó un muro.
ataque demoledor Encapsulada la Strade Bianche en su desenlace, una coctelera, era tiempo de ronda de reconocimiento: caras sin marco, desencajados las siluetas por un esfuerzo agonístico, pieles lívidas, diez años de más en cada primer plano. Hollín blanco en el rostro. Kwiatkowski se activó como ningún otro. Coceó con fuerza. Ganó unos palmos de terreno. Van Avermaet, Stybar y Wellens se lo pensaron. Eso les derrotó. La duda. El polaco tomó vuelo antes de que el último parche arenoso les recibiera. El trío perseguidor no pudo agarrarle el dorsal. Poderoso, recobrada la postal de la confianza, Kwiatkowski avanzó sobre raíles. Imparable se presentó en las calles bellas y evocadoras de Siena para recorrer parte de su biografía. Lugares de buenos recuerdos y Chianti. Entre esas piedras, retazos de historia, el frontispicio de Kwiatkowski. Solo, accedió a la plaza de Siena empuñando la gloria, como en aquella tarde de 2014. “He estado pensando en la difícil temporada pasada cuando cruzaba la meta, y estoy muy satisfecho. Ha sido una victoria inesperada. Una segunda en la Strade Bianche es increíble”. Kwiatkowski recupera la memoria. - C. Ortuzar