La elección de la sede de la final de la Copa del Rey ya es parte del costumbrismo español del siglo XXI. En los últimos tiempos, anualmente se repite el mismo sainete, una representación satírica muy nuestra en la que una cosa está por encima del cainismo: el trolleo. La situación esta temporada es incluso más sencilla porque todos sabemos, y ayer se confirmó, que va a ser en el Vicente Calderón. El estadio del Atlético de Madrid se cierra este año y esta va a ser su última final copera. El punto más importante es que es el único club que ha ofrecido su casa, un requisito imprescindible para que la Federación pueda elegir una sede. En esas, el Barcelona ha escenificado su parte en esta obra: clasificarse para la final de Copa y pedir el Santiago Bernabéu sabiendo que es imposible. A Josean Querejeta le faltó tiempo para sumarse al circo y solicitó San Mamés. Las posturas de Real Madrid y Athletic de Bilbao están en la misma línea de trolleo. Las obras de todos los años en Chamartín y los ocho o diez días que se tarda en montar el escenario de Guns N’ Roses en Bilbao. Cuando el alicatado parecía insuperable, salen éstos y nos cuentan este chiste una semana después de ver cómo en diez minutos, que no días, se monta el escenario para el show del descanso en la Superbowl. Si las peticiones se interpretan como “tocar las pelotas”, las respuestas están a la altura de algo que de poco serio que es, es muy nuestro. No sé hasta qué punto la posición de Urrutia coincide con la de la mayoría de socios y aficionados del Athletic, pero en el caso del Real Madrid me atrevo a decir que Florentino simplemente es un portavoz de la práctica totalidad de abonados y simpatizantes. ¿Acaso ustedes invitarían a una fiesta a su casa a alguien que le odia simplemente por existir? ¿A alguien que le culpa de todos sus males? Como la elección de la final es una sátira, el presidente sale con las obras y los baños pero son muchos los madridistas a los que les gustaría otra respuesta: aquí no sois bienvenidos. You are fake news. La rivalidad entre Athletic y Alavés no creo que llegue a ese punto de fricción, pues lo único que les divide es el fútbol y eso suele ser una distancia salvable en estos tiempos. Pero si el año pasado movieron a Barakaldo un partido que amenazaba ascenso albiazul, qué no van a hacer para evitar, por pequeña que sea sobre el papel, la posibilidad de ver al Alavés ganar en su casa el título que ellos llevan treinta y tres años persiguiendo y que en la última década no han podido conseguir Caparrós, Bielsa, Valverde y sus 100.000 hombres. En el microcosmos Barcelonacentrista que organiza el mundo para los del “país pequeño que está ahí arriba y pintamos poco” que dibujó Guardiola después de presentarse una hora tarde a un partido, a alguien se le ocurrió que sería una gran idea jugar la final en el Camp Nou. A estos el rival le importa tres cojones. ¿En qué mundo al Alavés le iba a interesar un desplazamiento más largo a casa de su rival cuando el Calderón satisface las necesidades de sus socios? Esto tiene poco que ver con el caso del Athletic, que en 2015 jugó en el Camp Nou. Con una demanda de entradas que puede triplicar las del Glorioso y, sobre todo, después de haber sido apalizado dos veces recientemente en campo neutral, ir a Barcelona era ya como un ligue a las cuatro de la mañana, no tenían nada que perder. En las dos finales recientes contra el Madrid no tuvieron tantas ganas de ofrecer su casa, por cierto. Como no podía ser de otra manera, el Alavés rechazó de pleno la generosa oferta del Barcelona. Salen ahora, como todos los años, los que piden desaforadamente la designación de una sede fija, al estilo de Wembley en Inglaterra, o que se sepa el estadio de la final a principio de temporada, como en la Champions League. Sí claro, empezamos siendo serios en esto y al final terminamos, yo qué sé, respetando el himno nacional. Así no.