suiza - Si hubiera nacido en Andalucía, a Peter Sagan le describirían como a un tipo con duende, esa magia interior personal e intransferible que diferencia a los genios. De Paco de Lucía decían sus paisanos que tenía duende. El gigantesco guitarrista se definía con menos poesía. “A tocar la guitarra catorce horas al día aquí le dicen duende”. Sagan, con ese aspecto de rock&roll que gasta -no se sabe si toca la guitarra-, la melena atemperada por una coleta cuando corre, se desmelenó para acudir al podio, donde recibió el maillot amarillo mientras mascaba chicle con la mirada feliz y el rostro relajado. Había firmado otra exhibición. La enésima de un ciclista espectacular que hace lo fácil lo difícil, que es lo más complicado. Sagan, puro ingenio, sintetizó el mejor ciclismo con un triunfo fabuloso en la segunda etapa del Tour de Suiza. Bajo la lluvia, se expresó en cascada el eslovaco. Salvaje como una catarata, alzó su orgullo de campeón en Schöneberg, una cota con aspecto de paso fronterizo. Dillier y Albasini, tras un tremendo esfuerzo, encabezaban la carrera. Defendían una renta escasa. Sagan, indomable, avivó el ritmo hasta que descosió al grupo. Después, kamikaze. Un halcón peregrino que hizo presa en Albasini y Dillier, dos suizos que miraban demasiado hacia atrás. Sagan arrancó el retrovisor y mantuvo la chispa encendida. Se la jugaron los tres, con el pelotón en la chepa, y Sagan mutó el arcoíris por el amarillo del liderato. - C. Ortuzar