Desde el domingo a eso de las siete de la tarde, todos hemos empezado a mirar más el cuando que el qué. Más pendientes de la aritmética que del fútbol. Porque la verdad, y aunque nadie se atreva a decirlo muy en alto e incluso a imaginarlo, todos tenemos claro que va a suceder. Que es una cuestión de tiempo que se haga realidad algo por lo que llevamos esperando una década. Incluso como han podido ver estoy aplazando el momento de ponerlo por escrito porque da un poco de vértigo. Tanto usted como yo esperamos que esta sea la última columna que habla sobre un equipo que está en Segunda División. Usted, como yo, sabe perfectamente que mañana va a estar viendo, con una mezcla de curiosidad escéptica, tan vitoriana cuando está a punto de materializarse una alegría de las gordas, expectación latente y emoción contenida el partido entre Nástic y Osasuna. Tampoco creo que en el fondo le reserve muchas de sus plegarias a lo que ocurra ahí. Por suerte no hace falta sufrir en partido ajeno, que bastante tenemos con lo nuestro. Es lo que tiene depender de uno mismo y poder hacer la cuenta siguiente, que excluye de la ecuación lo que ocurra entre catalanes y navarros. Si el Alavés gana sus dos próximos encuentros, ante equipos que no se juegan absolutamente nada, será matemáticamente equipo de Primera. Usted, de hecho, ni quiere oír hablar de la última jornada.
El del domingo ante la Ponferradina, manejado de principio a fin por el Alavés, solo tuvo como amenaza perturbadora el hecho de que se podía convertir en ese partido en el que la cagas de mala manera con todo a favor. Como aquel de la famosa expulsión de Pablo que aplazó un año el último ascenso. Estaba todo tan controlado, era tan inofensivo el rival y favorable el marcador, que en cuanto se cumplió eso del minuto 70, todos teníamos claro que la tragedia estaba a punto de suceder. Que alguien se iba a volver loco de repente y se iba a complicar la cosa. Al fatalismo en el fútbol hay que esperarlo aunque no se presente. Recuerdo todavía lo que dijo un veterano colchonero, sentado a mi lado en el estadio de La Luz a poco de terminar la final de Lisboa: “Esto lo empata el Madrid en el descuento y en la prórroga adiós”. Cuando sucedió lo que había avanzado lo encajó con la rectitud del que acaba necesitando la desdicha. Le pasó un poco a Baskonia en Berlín pero en ningún momento se aventuró a hacerse el harakiri el Alavés. Lo que es este equipo se entiende a la perfección analizando los minutos que transcurrieron entre el gol de Manu y el final, que marcó el principio del optimismo hasta para los más pesimistas. Esa falsa calma de la que he hablado antes, en ningún momento se filtró en el organismo albiazul, un prodigio de concentración y saber estar cuando en verdad era fácil extraviarse. Porque siempre existe la tentación de verlo hecho, o de pensar en lo que está a punto de suceder. Sin caer en las trampas que la placidez y el éxito ponen en el camino, siguió con sus líneas juntas, con sus faltas tácticas, su constante cascada de ocasiones. Hace dos semanas, sin ir más lejos, fue el Zaragoza el que se dejó escapar una ventaja de dos goles conseguida, como el Alavés el domingo, sin esfuerzo aparente. La Real perdió así una Liga este siglo. El equipo de Bordalás simplemente no se puede permitir pensar que algo ha sido sencillo porque se ha tenido que ganar cada centímetro de campo durante 39 fechas. Por eso no me da miedo el partido contra el Bilbao Athletic. No me da miedo que el entorno esté más pendiente del precio de las entradas. Ni del provincianismo vecino que al parecer no quiere poner la casa a la fiesta albiazul. Ni de las cuentas que están en su cabeza o en las primeras líneas de este artículo. Ni que todo el mundo de por hecho que el domingo vamos a celebrar el ascenso a Primera. No me preocupa la euforia ni el tenerlo tan cerca. Porque los que están dentro de ese vestuario y salen al campo cada semana parecen no haberse creído absolutamente nada de eso. Ellos no van a salir a enfrentarse a dos equipos que no se juegan nada. Van a ir con el cuchillo entre los dientes contra los once pobres diablos que tienen la mala suerte de encontrarse con ellos y cuya ambición, situación o actitud será problema exclusivamente suyo. A estos tipos les da igual Lasesarre o San Mamés. Se la pela este jueves que el domingo. Les da igual lo que pase en el Nástic-Osasuna. Porque nadie les ha regalado nada y ha costado tanto que, ahora que lo rozan con la mano, no van a creerse que lo que queda va a ser tan fácil como ponerlo por escrito.