En frío, sin balón rodando, Diego Costa, que va camino de figurar en más portadas de diarios deportivos por sus malas artes que por sus goles, agachó los orejas y pidió perdón a sus superiores del Chelsea por su enésima salida de tono. En apenas el año y medio que lleva en Inglaterra no ha dejado de ser noticia por sus modales. En esta ocasión es acusado de propinar un posible mordisco a un rival y por escupir presuntamente al árbitro del Everton-Chelsea en el que el primero apeó de la FA Cup al segundo tras ganar 2-0 con un gol de Lukaku para enmarcar. Costa terminaría antes de tiempo en la grada al ver la tarjeta roja. Fue la imagen de la frustración de un Chelsea que pierde cualquier opción de conquistar un título. Esa rabia la proyectó el incontinente delantero con sendas feas acciones. Al menos los aficionados blues pueden quedarse con que hay alguien en ese vestuario al que le escuece la derrota. Para todo hay consuelo...
Puede que las imágenes engañen, que la saliva no fuera dirigida al colegiado y sea la perspectiva la que produzca confusión y que el mordisco no existiera como tal, pero sus acciones, iteradas, están impregnadas además de los prejuicios hacia el hispano-brasileño, que se ha convertido en la diana sobre la que buscar las cosquillas los rivales. Y es que el chico responde, como el sábado, en donde hubiera o no mordisco y escupitajo dirigido, se podría haber ahorrado los gestos, injustificables. Porque de la emisión de disculpas se destila que algo hizo que no debió hacer. Pero Costa, rebelde sin causa, es así, irreconducible. Como él mismo se justifica, su fútbol nació en la calle, ensuciado por el barro y aderezado con patadas; como si el resto se formara en inmaculados salones con alfombras que acarician el balón, donde las defensas pasan mopas de plumas por los tobillos.
Un breve repaso a algunos de sus altercados explica por qué el futbolista está catalogado como un bad boy. Al poco de llegar a Stamford Bridge, frente al Liverpool pisó a Emre Can y fue sancionado con tres partidos; ante al Arsenal provocó la expulsión de Gabriel Paulista, pero la FA rearbitró el partido y le condenó a otros tres encuentros de sanción por sus provocaciones; ante el Stoke dio un pisotón a un guardia de seguridad; contra ese mismo equipo, a Shawcross le acusó de oler mal; ante el Oporto, a Casillas le puso una zancadilla sin balón; a su entrenador, Mourinho, le lanzó un peto al no ser titular en un partido... En las actuaciones de Costa suele haber manchones que cuestionan su ética profesional. Su hoja curricular cada día es más turbia y en Inglaterra, puristas, presumidos del acuñamiento gentleman, llevan muy mal el ser el hogar de semejante futbolista, que camina al margen de la ley.
Sucede con Costa, sin embargo, la fábula del pastor y la amenaza del advenimiento de los lobos. Porque el sábado, aunque tal vez quisiera pero no lo lograra, lo cierto es que no blandió su dentadura sobre carne. Ya lo advirtió: “No mordí a Gareth Barry”, pero su palabra está relegada por sus actuaciones. No obstante, también salió en su defensa el supuesto agredido. “He visto muchos comentarios acerca del incidente. Para aclarar, Diego no me mordió”, confirmó Barry, que lanzó un atenuante para una posible sanción por conducta antideportiva. Costa ha encontrado un amigo.
Quizás Barry comprenda mejor que nadie a Costa, un ganador nato que, colmado de fe en uno mismo, no concibe la derrota como posibilidad en el juego del fútbol. Es por ello que, justiciero, aplica la ley según su criterio. El chico solamente desea ganar y cualquier argumento es concebido como bueno para obtener tal fin. Aunque nada ejemplarizante, hay quien puede interpretarlo como un orgullo, porque el fútbol no es una escuela educativa y hay quien aplaude al que lo intenta todo para vencer. Costa, si es necesario, se inmola, se autodestruye.
Porque yendo más allá. Costa se erigió en el parapeto tras el que ocultar lo que verdaderamente tuvo importancia el fatídico sábado: el Chelsea, candidato por sus onerosas finanzas a ganar todo lo que disputa, está en marzo sin opciones de título alguno. En la misma semana ha despedido dos competiciones, la Champions y la FA Cup. Pero en Inglaterra, Costa ha acaparado las portadas. Seguro que vuelve a poner de moda ese debate racial sobre la inmigración en el fútbol inglés, que para algunos está perdiendo valores por las malas artes de esos extranjeros impíos que llegan para dañar la imagen de nobleza de los inventores del balompié. Costa, mientras, seguirá a lo suyo. Llegará el próximo partido y alimentará el debate. Continuará ofreciendo su fútbol, que guste o no, no deja de ser una vertiente más, digna o no -sobre esto no hay nada más dictatorial que el reglamento-, de este deporte. Para lo que se excede de lo legal, ahí estarán los árbitros para juzgar y condenar o no. En este caso, no mordió y sí desvió la atención de lo deportivo, un compañerismo buscado o sin querer, un parapeto ciertamente.