Ávila - Harto, estresado, enrabietado porque “no dejan de atacame”, Tom Dumoulin, hostigado cada vez que la carretera se alza los cuellos por Aru, se rebeló frente a las Murallas de Ávilla, donde construyó un dique de contención frente al embravecido Aru. Tres segundos más de ventaja lucen en la pechera del insurgente Dumoulin. En Holanda, donde nació el líder, respiran, flotan, viven y pedalean porque un compleja estructura de diques encapsula mar y les permite vivir sin angustia. El oleja de la Vuelta es Aru y Dumoulin edificó un dique. Rebelde con causa, lejos del estoicismo con el que ha soportado los picaduras de Fabio Aru, que no le concede resuello, el líder, furioso, airado, elevó su voz. Gritó Dumoulin, que se amotinó en el adoquín. Entre piedras, el holandés encontró tres pepitas de oro. Tres segundos más sobre Fabio Aru, al que sorprendió con un ataque de fanático del pavés. “Ha sido difícil llegar a meta porque me dolía la rodilla y el costado derecho. Hice lo que pude y menos mal que tampoco perdí tanto tiempo”, se consoló el italiano que se fue al suelo durante la etapa y después camino trastabillado.

Nada que ver con John Degenkolb, el rey del adoquín, campeón de la París-Roubaix, feliz entre piedras. El alemán y Lawson Craddock aplastaron las piedras del camino hasta convertirlas en arena y extender una alfombra roja para Dumoulin, que se exhibió en la pasarela. Allí se postró Valverde, que había llegado con un puñado de segundos en el zurrón después de incordiar varias veces en el desagüe de la etapa que se llevó el joven francés Alexis Gougeard tras otra escapada que reclutó a una veintena de corredores, entre ellos Markel Irizar, que dejó su sello. El membrete lo escribieron los centuriones del Giant, unos planeadores que eliminaron a Alejandro Valverde de la ecuación a la velocidad del rayo. Clavado el murciano, llegó la tormenta del líder; el trueno de Dumoulin, un meteorito en paralelo a la amurallada ciudad. El holandés, inspirado, pletórico, disparado, dejó petrificados a todos los favotiros. Grapado al sillín, la cabeza bajo el ala del manillar, mordiendo el aire, con esa tic de contrarrelojsita, se alistó a un fugaz prólogo en el epílogo. Fabio Aru, que es eléctrico, puro rock&rolll, le buscó, pero, abollado como estaba, a sus piernas les faltaron voltaje. No tenían la suficiente corriente ante la percusión de Dumoulin, un bisonte en estampida. Una manada, probablemente. A Purito, que no encuentra la chispa de la pasada semana, también le provocó un cortocircuito en el cuadro eléctrico la ferocidad del holandés, que reforzó los contrafuertes de su moral con su ataque.

Nadie fue capaz de rastrear a Dumoulin salvo Dani Moreno, enroscado a su maillot cuando el Giant, que funcionó de maravilla, activó el mecanismo de arranque como si preparasen un sprint para Degenkolb, aunque maniobraron para ganar la Vuelta. El tren era para transportar a Dumoulin, su mariposa, su mercancia más preciada. Aru, que vive, muere y resucita en la misma pedalada, que chapotea en la agonía, reaccionó, corajudo, tras el estupor que le produjo acción de Dumoulin, aquel proyectil que abría rocas, que no esperaba a nadie, que atacaba cuando se le suponía que tenía que defenderse. Dumoulin, que ha aprendido a ser líder desde el asfixia, que ha endurecido la piel en los altos, rompió el contrato del conservadurismo. Lo hizo añicos. Ante el italiano no caben sutilezas. Aru, que solo posee un perfil, que no sabe guardarse en la mesilla de noche, reclutó las migas que le restan en su despensa para poder perseguir a Dumoulin, una trituradora sobre el pedregal. La persecución, con el cordero luciendo dientes de lobo, elevó las pulsaciones de una carrera que se decide en una cortísima cuenta atrás.

Una mina de oro El holándes supo inmediatamente que entre los adoquines se escondía una veta de oro. Dumoulin, que está corriendo la Vuelta como el mejor de los estrategas, la explotó. El Giant, que supo refugiarse durante la jornada, evitando el cortoplacismo, aliviado en cuanto se gestó la escapada, el guión que se viene redactando en el ocaso de la Vuelta, cebó la carga en el momento preciso, en un lugar en el que es necesario un quintal de fuerza bruta para avanzar en un mosaico de pedruscos. La calzada era un invitación a la revuelta de Dumoulin, que, fiero, galopó agitando esas dos columnas con las que mastica los pedales. El holandés buscaba tiempo, un poco más de aire que le deje respirar sin tanto agobio hoy, -un día impregando con cuatro puertos de primera-, y en el que Aru tratará de arrancarle el líderato. No tiene más opciones el italiano. Ahora o nunca.

Dumoulin debió pensar lo mismo en cuanto la majestuosa Ávila mostró su historia, las murallas, la tadición, el dedo de Santa Teresa y esa senda de piedras. Aquella pedragrosa lengua fue la pista de despegue de Dumoulin, un reactor. Abrochénse los cinturones. “No era para demostrar que estoy fuerte, que no lo necesito, sino para ganar segundos quería sacar algún más”, dijo Tom Dumoulin después de haber enrojecido un tono su liderato. Tres segundos más de tinte. Con la Vuelta encerrada en una habitación estrecha, apenas ventilada, claustrofóbica, los segundos se arañan con las manos, se arrancan del suelo. En Ávila, la ciudad amurallada, Dumoulin a empredió a pedradas.