parís - En los Campos Elíseos, de festejo porque cumplen 40 años agasajando a los campeones del Tour, al fin, Chris Froome, de amarillo, descansa. Suspira su dicha. Levanta la vista para mirar al cielo, donde cuelga su segundo triunfo en la carrera francesa. Victorias impares: 2013 y 2015. Alza el cuello el británico, relajado, agarrado el laurel. En París, tanto tiempo después de Holanda, se descorcha el británico, emocionado por la solemnidad del himno, de God Save The Queen, la banda sonara de Union Jack. Champán para el mejor. En su trono amarillo, el color de su bicicleta, decorada para la ocasión, desenrosca las pupilas del potenciómetro, su confesionario digital, su amigo invisible, su mascota, su tamagochi. Se desconoce si Froome duerme pendiente del potenciómetro o si descansa en su mesilla de noche. Ayer lo pudo apagar. Lo arrancó de la bicicleta. Paz. Desconectó de ese relicario tatuado en su piel, de su ciclismo de página excel y disfrutó. Paladeó cada pulgada de París, símbolo de su conquista. En los Campos Elíseos, la avenida de los campeones, tan monumental, tan bella, tan parisina, tan palaciega, la corona para Froome, entronizado en Francia.
El británico nacido keniata talló la diadema más preciada a golpes de martillo: entre el viento de Zelanda, el Muro de Huy y la Pierre de Saint-Martin. En esos tres escenarios impuso su jerarquía. Tres actos para un Tour que le tembló en las últimas jornadas, cuando Nairo Quintana enseñó el filo de sus incisivos. Era tarde. Demasiado incluso para un portentoso escalador como él. “Perdí el Tour en la primera semana”, se repite Quintana. En esos días encontró Froome un tesoro. Apiló tres minutos de renta en el primer tercio de carrera. Desde ese instante, se convirtió en un administrador. Enraizado en el potenciómetro, en su hoja de ruta, gestionó su ventaja; la reserva de sus esfuerzos.
Se alió el británico con la primera semana, la más temida. Asomó entonces el perfil más fotogénico de Froome. Fue entre la lluvia, que también se presentó ayer en el paseo hacia París, y el viento, camino de Zelanda, el país del mar, donde el británico dio con su primera piedra preciosa. El diamante de Froome fue un trozo de carbón para Quintana, cortado en los abanicos. El británico inició la construcción de su segunda catedral en medio de una espantosa tormenta. La semana inaugural, la del pánico, esa que escapa al estado de forma, mimó a Froome. El pavés, seco, polvoriento, descubrió a un ciclista más sosegado sobre la bicicleta, con más control, menos torpe y tenso. Seguro de sí mismo. Esa faceta se evidenció en los descensos, en los que se comportó con mayor destreza que en otras ocasiones. Cuesta arriba no titubeó. El británico se mostró imperial en el Muro de Huy. Allí recolectó otra joya. Sobre la cota belga, un despeñadero, una pared, se vistió de amarillo. Froome lanzó un mensaje nítido sobre sus adversarios. Estaba en plenitud y no tenía intención de reservarse. Toda vez que la contrarreloj del primer día apenas sirvió para siluetear a los favoritos, el británico rebañó cada miga que encontró por el camino.
SAint-Martin y la polémica Su estrella se elevó varios cuerpos en la toma de contacto con la alta montaña después de una contrarreloj por equipos que su equipo, el Sky, perdió por centésimas ante el BMC. Finiquitado el primer día de descanso, el Tour anunciaba con trompetas y timbales los Pirineos. Era el primer cara a cara para los cuatro fantásticos: Froome, Quintana, Contador y Nibali. A ese ring también estaba convocado Van Garderen, el más próximo entonces al británico, líder. En La Pierre de Saint-Martin, la piedra de la paz, Froome puso la carrera de su lado con un ataque demoledor que conmocionó el Tour. Su directo mandó a la lona a todos sus opositores. Únicamente Quintana, a más de un minuto, no acabó en urgencias. El resto, Contador y Nibali, al igual que Van Garderen, necesitaron cirugía de urgencia. Un día de batalla y Froome había envuelto el Tour con papel de regalo. Otro joya para la corona.
Su exhibición en el primer final en alto, la canícula del julio francés apretando el gaznate, destempló a sus rivales. Los congeló. Sin embargo, aquella aparición rutilante, fugaz Froome, la cola de un cometa, encendió la polémica. Se emponzoñó el Tour alrededor de aquel vuelo en La Pierre de Saint-Martin, donde sus mayordomos, Richie Porte y Geraint Thomas, se equiparon al jefe. A partir de ese instante crecieron las sombras sobre el Sky, un equipo en el punto de mira. Apareció un vídeo en youtube, retirado por los abogados del equipo británico, con los datos de Froome en su ascensión a Mont Ventoux en 2013. Los datos habían sido hackeados y se trasladó la idea de que un rendimiento de esa magnitud solo era posible con ayudas de sustancias dopantes.
El ambiente en el Tour se enrareció hasta tal punto que el Sky precisó de escolta policial, una imagen inédita desde la época de Armstrong. A Froome, vilipendiado, le arrojaron un recipiente con orina y Porte fue agredido. Froome puso el grito en el cielo. El Tour se disputaba en las ruedas de prensa. En la carretera de la información. Froome, enrabietado, decepcionado, incomprendido, culpaba a los medios de comunicación por sembrar dudas sobre su rendimiento. Esas interrogantes estuvieron presentes en las cunetas, las convirtieron en un campo de minas. Territorio hostil para el británico. A Froome se le insultó, vejó y escupió. Estoico, resistió el vergonzoso maltrato. “Es una lástima que algunos individuos empañen la imagen y maltraten al deporte. No lo merezco, no hice nada malo. Son circunstancias que no restarán felicidad a los Campos Elíseos”. Esa dicha la certificó después de padecer la ira de Nairo Quintana, excelso escalador, obligado a atacar al británico en los Alpes una vez consumido el macizo central sin noticas de un asalto en serio. Extinguidos un par de días de fogueo, Quintana le enfocó en La Toussuire. Toque de corneta. La carga definitiva sobre el británico llegó en Alpe d’Huez, víspera de París. En la mítica cima, extenuado, al límite, sobrevivió Chris Froome. Rey de Francia.