alain laiseka
riosa. A menos de dos kilómetros de la cima del Angliru, una pirámide de piedra y al fondo el Cantábrico en los días claros, se acabó la historia. Horner siguió de pie, Nibali se sentó en el sillín y la niebla les separó definitivamente. "Lo he probado todo", dijo luego el italiano. Y nada. Lo aguantó todo el abuelo. Lo suyo no era un cuento.
Voló metido en la burbuja de niebla para ganar la Vuelta y al llegar tan arriba, un besito en la mejilla a su masajista Igor Díez después de pasarse las manos por la calva pecosa y levantarse del suelo donde se había desparramado de tanto esfuerzo, la bruma, como una metáfora de duda, le acompañó hasta el podio donde le esperaba un reproche. Le preguntaron, otra vez, qué les diría a los que dicen que no es bueno para el ciclismo que un corredor de 42 años, o casi, gane la Vuelta. Y el americano dejó de mirar al que preguntaba y sostenía el micro, fijó los ojos en la cámara, los abrió bien, no parpadeó y como si hablara al mundo para contar su verdad, dijo a esos que dudan, que se llevan las manos a la cabeza al verle ahí tan mayor y tan feliz, a esos que no disfrutan, que lo hagan porque quizás nunca más se vuelva a ver a alguien de su edad haciendo algo así. Ya se verá, pero lo que es seguro es que nunca antes había ocurrido algo tan excepcional. Los anteriores ganadores más mayores de la Vuelta eran Rominger y Vinokourov, con 33 años, mientras que Lambot tenía 36 cuando venció en el Tour de 1922. Su director, José Azevedo, tiene 39 y el otro día tras la etapa de Peña Cabarga contaba orgulloso que le habían confundido con un corredor en el vestíbulo del hotel. Que le fueron a felicitar pensando que era Horner.
Tiene edad para llevar años retirado el americano. Para ser director, como Arrieta, que también tiene 42, o lo que quiera. Casi lo hace esta primavera. Le operaron de una rodilla porque sufría el síndrome de fricción de la banda isquiotibial y llevaba un tiempo en barbecho, sin tocar la bici, cuando Gari, su hijo de once años -tiene otros dos más mayores- le preguntó si se iba a retirar. Horner le dijo que no sabía, que dependía de tantísimas cosas que no podía responderle pero que, efectivamente, era una posibilidad. Al niño no le gustó la respuesta. Le dijo que no molaba que se retirara. Que qué iba a decir en el cole ahora él, que siempre había fardado de una padre que era ciclista profesional y corría el Tour, el Giro, la Vuelta y las grandes carreras de Europa. Esas cosas que dicen los hijos se quedan grabadas a fuego. Quizás por eso volvió a correr. Y a viajar a Europa. Justo para la Vuelta. "Y desde que empezó, lo que he recordado todo el tiempo es lo que me dijo mi hijo. El orgullo que sentiría al contar que su padre era profesional", contó luego el americano, que subió el Angliru pensando más allá, en que el domingo, quizás, el chaval no dormiría impaciente por ir a clase a contarles a los amigos que su padre no solo era ciclista profesional que corría en Europa, sino que, además, era el primer estadounidense que ganaba la Vuelta, el tercero que ganaba una grande -tras Lemond, tres Tours, y Hampsten, un Giro, porque los siete Tours de Armstrong han sido borrados de la historia- y el más veterano en hacerlo.
nibali, al ataque En eso pensaba mientras Kenny Elissonde, un francés de los alrededores de París, pequeño, 54 kilos, y pura dinamita, 20 años más joven que él, tiraba de casta para mantener el equilibrio sobre los pedales cuesta arriba en el Angliru, hacia donde estaba la niebla. En eso, el hijo, el orgullo del chaval, y en la manera de sujetar el ímpetu de Nibali, que no es precisamente joven, pero sí el más joven de los cuatro, también Purito y Valverde, que se jugaban la Vuelta. Había rejuvenecido el italiano, gastado y cansado los últimos días de montaña de la Vuelta. Hundido en Formigal, hundido en Peña Cabarga y hundido en el Naranco, salió a flote el tiburón cuando entró en el infierno. Le sedujo la heroica a Nibali, la parte irreflexiva y hermosa del ciclismo. Atacó a siete kilómetros para remontar tres segundos cuando le valía más ganar la etapa para ganar también la Vuelta aunque Horner llegase segundo soldado a su rueda -por eso de las bonificaciones, diez segundos al primero, seis al segundo-. Y se sintió líder el italiano, héroe, cuando pedaleaba con siete segundos de ventaja sobre el americano, Valverde y Purito, siete segundos que en el Angliru son tres bicicletas de distancia, nada que se escape de la vista. En ese espacio ni siquiera cabía la niebla. Subían hacia ella, que se había tragado la montaña. No se veía lo que venía. Ni las curvas, ni el corte de asfalto en la roca, ni las paredes de piedra. Por ahí se sube al Angliru. Por donde no se puede. Mejor no verlo. Ojos que no ven?
El viejo corazón de Horner le pidió más caña a poco más de cinco kilómetros para la cima y en dos pedaladas se subió a la estela de Nibali. El acelerón acabó con el aguante de Valverde, mientras Purito resistía ese ritmo y, después, el cambio del americano nada más cazar a su rival italiano, como si le advirtiera que lo intentaba en vano. Pero Nibali ya no escuchaba. A cuatro kilómetros les envolvió la niebla y quiso perder de vista a Horner. Le atacó una vez y le volvió a atacar todas las veces que el americano regresó a su rueda con más o menos dificultad, que fueron unas cuantas. La última embestida coincidió con la entrada en la Cueña les Cabres, lo más duro del Angliru, la arista del 28% donde huele a embrague quemado, sobran dientes en el plato y faltan en el piñón. A Nibali no le quedaba ninguno. Tiburón sin dentadura. La había perdido queriendo ser un héroe de los de morir matando. Murió, se rindió, se desplomó sobre el sillín, al salir de la Cueña, donde Horner había comprendido ya que era mejor rematarle antes de que volviese a recuperar el aliento que volviese a animar a su bravo corazón de héroe. La historia se acabó ahí. Con el ataque del americano. Se lo llevó la niebla hasta la cima del Angliru. Hoy ganará la Vuelta envuelto en algo de esa bruma. Y mañana lo contará orgulloso su hijo Gari en el colegio como contaba orgulloso ayer Kenny Elissonde, 22 años, que, como David, había derribado al gigante.