alain laiseka
Peña Cabarga. Pasan los días, los puertos y las metas, se desmontan podios donde llueven besos y champagne y se van cayendo las páginas del libro de ruta como las hojas muertas de los árboles en otoño y no hay quien borre la sonrisa del rostro de Chris Horner, 42 años casi, edad para ser director -como José Luis Arrieta, unos meses mayor que el americano y estratega del Movistar de Valverde desde hace dos temporadas- y no campeón ciclista, o eso dicen, entre otros, la historia, donde no figura un caso similar al suyo y aún se recuerda lo viejo que era Evans cuando ganó el Tour hace un par de años, con 34, los mismos que Bartali en el 48 y dos menos que Lambot en el 22. Con eso se alucina en la Vuelta. Con la marcha que tiene el abuelo. Con cómo baila sobre los pedales. No hay quien siga su ritmo. Ni Nibali, ni Valverde, ni Purito. Les sacó ayer a todos de la carretera que sube hasta las antenas de Peña Cabarga a golpes de cadera. Primero sentó al murciano, luego al catalán y, finalmente, al italiano para quedarse a tres segundos de liderato de la Vuelta. Tiene al tiburón a un bocado.
Purito, que salió a comerse el mundo, apenas le mordió cinco segundos a Nibali, los mismos que Valverde y sus barritas con estrella Michelín que le preparara Ferrán Adriá. Mientras, Horner sigue cenando a ratos las hamburguesas que tanto le gustan, pese a las reprimendas de Cancellara, que ya no está para echárselas, porque dice que en cada mordisco de carne picada olvida un poco más que es ciclista. Es lo que necesita para seguir siéndolo. No sentir que debe serlo cada segundo de su vida a la que no da sentido la bicicleta, sino su idea de hippie sin melena de que hace falta algo más que ser un ciclista serio y cuadriculado para ser feliz. Por eso se ríe de sí mismo cuando le imitan. Y se levanta de la mesa cuando empieza la tertulia nocturna de su equipo en la Vuelta, tras la cena y, a veces, la hamburguesa. Porque igual allí se habla de ciclismo, de la etapa que ya han pasado y de la que tienen que pasar. De eso no se alimenta Horner. Dice que así no puede relajarse. Ni sonreír.
Y decían que no lo haría. Que, o bien le caería de golpe la edad en las piernas, un kilo de plomo por cada año; o que acabaría acusando las tres semanas de esfuerzo a ese nivel que mostró ganando en el Mirador de Lobeira la tercera etapa de la Vuelta y, más espectacular aún, en la cima de Hazallanas, porque nunca antes se había enfrentado a una situación como esta. Su biografía ciclista dice que ha disputado diez grandes: seis Tours (su mejor puesto noveno en 2011 y un abandono, el de 2012); tres Vueltas, y un Giro en el que se retiró. Por eso decían que no aguantaría, pese a que Purito recordase alguna gran carrera que figura en su palmarés, como la Vuelta al País Vasco que le ganó a Valverde en 2010. Y él, que sí. Que resistiría. Con hamburguesas, imitaciones para partirse de risa y charlas que no tiene que ver con ciclismo. Y no solo eso, sino que tendría su oportunidad para ganar la Vuelta. Tras la etapa de Formigal en la que se acercó a Nibali, Horner estaba convencido de ello.
Y Valverde, de que de las rampas de Peña Cabarga colgaban los segundos, entre bonificaciones y lo que su propulsión le deparase, para arrimarse al segundo puesto del americano y al primero de Nibali, el único que solo pensaba en defenderse. Porque Purito era también de los de Valverde, de comerse el mundo en unos metros. O de empezar a comérselo. Por eso mandó en el kilómetro y medio final de Peña Cabarga a Dani Moreno que lo reventara todo. Solo así podía ganar la Vuelta.
En ese movimiento, dos curvas más arriba, empezó a perderla Valverde, que se bajó de ese tren que le llevaba a la asfixia. "Me he soltado para mantener mi ritmo porque a esa velocidad era imposible que llegase arriba", explicó el murciano, que se tocó con Nibali, codo con codo, mientras se desensamblaba de Purito, un cohete, tratando de recuperar el aliento. Todavía quedaba un kilómetro largo, por duro, las rampas del 20%, y todavía quedaba la exhibición de Horner.
Nibali se rinde "Ha sido increíble", resumió Nibali, que, en defensa de un imposible, fue el último que vio perderse entre la marea de gente la figura delgada de Horner de pie sobre la bicicleta. A Purito se le acabó la mecha poco antes y los tres, el catalán, el italiano y Valverde, acabaron esprintándose en la cima después de que el murciano apretara los dientes a 300 metros y pasara por encima al líder para sacarle cinco segundos y alcanzar la rueda de Purito, que lo dio todo, al menos la Vuelta, por perdido. "¿La lectura? Pues lo que se ha visto. Horner y Nibali son los más fuertes". Podría haber comprimido más su sentencia para asegurar sin miedo a equivocarse que no hay corredor más poderoso en esta Vuelta que el americano, que no ha flaqueado en ninguna llegada en alto y está a tres segundos de ser líder.
No lo es con holgura porque se dejó mucho en la crono de Tarazona. Y porque no llegó a las bonificaciones que se repartieron los integrantes de la escapada que no se disputaron la victoria en Peña Cabarga porque antes de empezar a subir ya era de Vasil Kiryienka, que atacó al grupo en el alto del Caracol y ganó la etapa de ayer -aunque tuviera la relevancia justa en la jornada- en el llano que no es llano hasta Heras porque Egoi Martínez, Txurruka, Sorensen, Kohler o Hansen no supieron o no pudieron entenderse para perseguirle. Así que el ruso, que ya ganó en el Giro de Italia de 2011 la espectacular etapa de Sestriere para dedicársela al cielo de los Alpes donde debía andar Xavi Tondo, fallecido unos días antes, subió pensando en volver a voltear los ojos al cielo, esta vez el azul sobre el Cantábrico, para regalarle la etapa a su primer entrenador italiano que claudicó en julio en su lucha contra el cáncer. A él le dedicó el beso que sopló al aire.