Cuánto tiempo hacía que el eco de San Mamés no coreaba aquella canción que nació en una derrota, aquel "Iribar, Iribar, Iribar es cojonudo...?". Ayer el viejo San Mamés, ya en su lecho de muerte, quiso recordar aquellos tiempos en que la portería del Athletic era guardada por un hombre vestido de negro, un portero que se hizo leyenda y por el que llegaron a hacer rogativas en la basílica de Begoña y en el colegio de los Jesuitas de Indautxu para que sanase de unas fiebres tifoideas. ¡Qué tiempos aquellos!

Hoy el padrenuestro se escucha cada vez que el equipo contrario arma un ataque. Nunca desde entonces, desde que se marchó el hombre que miró cara a cara a Lev Yashin en la recta de los 100 metros lisos, con el título de Mejor Portero del Mundo en juego, ha vivido más plácida La Catedral, consciente de que aquella coraza era capaz de detener las balas, de calmar las aguas, de aplacar las tempestades... Ayer el viejo campo recordaba, cada uno a su manera y su partido, los cincuenta años que han pasado desde que debutase en La Rosaleda. "Parece que fue ayer...", añoraba una señora entrada en canas, quien guarda una foto junto a su ídolo como oro en paño. Ni ella ni él son los mismos, claro.

José Ángel Iribar escuchó ayer de nuevo la canción emocionado. Y uno casi diría que detuvo las lágrimas con un gesto insólito: una gentil reverencia, una reverencia cojonuda, con la que devolver a las gradas todo el cariño volcado sobre su figura, que se agiganta con el paso de los años y la certeza de que aquella fue una planta única, rara especie, en un bosque de manos: madera de Txopo regada por una lluvia de cuero.

Para entonces, para cuando Iribar ya era coreado por San Mamés como un dios en negro, ya habían pisado el césped quienes sobrevivieron a su sombra y quienes le sucedieron en una portería que, desde entonces, da calambre. Juan Etxebarria, Juan Antonio Deusto (un ramo de flores besó el césped en su nombre, que él ya para junto a San Pedro...); Juan Manuel Zamora, Carmelo Cedrún, Juanan Zaldua, Víctor Marro, Peio Agirreoa, Carlos Meléndez, Andoni Cedrún, Andoni Zubizarreta, Vicente Biurrun, Patxi Iru, Kike Burgos, Juanjo Valencia, Imanol Etxeberria, Jorge Aizkorreta, Iñaki Lafuente, Dani Aranzubia y Armando Ribeiro han aspirado al trono del Papa Negro, como le bautizaba ayer Javier Etxebeste, un aficionado que conoció la mayoría de sus tardes de gloria y que ayer llevaba la entrada de su homenaje doblada en la cartera, como si fuese la estampa de un Santo. "Yo vi en directo aquella final frente al Zaragoza donde nació la canción, pero también la de los once aldeanos, donde Carmelo estuvo inmenso. No creía en Iribar como recambio de Cedrún padre y fíjese... ¡qué poca vista tenía ya entonces!", se lamentaba casi al tiempo que el bertsolari Andoni Egaña recordaba su grandeza bajos palos.

Eran otros tiempos, días en los que el Athletic cabalgaba a lomos del tigre de la leyenda y los futbolistas se ganaban el trato de usted. Hoy se estilan otros modos. Pudo comprobarse cuando Raúl Fernández y Gorka Iraizoz, acompañados por un niño de negro riguroso con el 1 a la espalda (Iribar abandonó el estadio agarrándole por el hombro y hablándole al oído, como si estuviese dictándole la fórmula mágica de sus poderes...), salieron al césped para entregarle al Txopo unos guantes. Gorka, el más joven de sus sucesores si se descuenta a Raúl, fue el único que no vestía americana y corbata en señal de respeto, vaya usted a saber por qué.

Fue ahí, cuando San Mamés coreaba por tercera vez el "Iribar, Iribar, Iribar es cojonudo; como Iribar no hay ninguno" -"Ni siquiera que se le parezca", se lamentaba un vecino de localidad, quien lleva años trenzando la teoría de la maldición de los porteros del Athletic y sostiene que tras medio siglo con solo tres porteros (Lezama, Carmelo y el propio Iribar...) ahora el Athletic debe pagar peaje...- cuando Iribar lo debió pasar peor. Su familia, que le acompañó en este emotivo día, vibraba de emoción. Antes, el presidente Josu Urrutia había recorrido su historia en el museo del club y le había rendido honores. Ninguno como ese "cojonudo" que le acompaña de por vida.