BILBAO. Y ahora, ¿quién duda que Yves Xala podría estar en plenas condiciones físicas en la final del Manomanista? "Nadie", como respondió el doctor que le atendía en Baiona. El de Iparralde, como el Rey Arturo en las leyendas, consiguió sacar la espada del pueblo, la txapela de sus congéneres, para reinar en la pelota y callar la boca de aquellos que atesoraban dubitativos la espada de Damócles sobre su cabeza y su estómago. "Sacaré la rabia en el partido", analizaba en la elección el zurdo. Y bien que la sacó, desde las vísceras forjó una reacción efervescente y tan magnífica que lo recordarán los pelotazales en el futuro. Desde lo más interno de su fuero, desde el fuego de sus entrañas, Yves derrumbó la atalaya de Aimar Olaizola, desde la que se movía a la perfección tras acabar con las defensas del lekuindarra. Todo ello en un partido tan espectacular como perfecto; y como perfecta fue la justicia poética con todo el lastre que portaba como mochila el manista. Lo destrozó con su volea, lo reventó con el gancho y lo amparó con un encaje de bolillos que cosía elegancia, violencia, pausa y velocidad en una arrancada de filosofía que le vestirá de colorado todo un año.
El lekuindarra se lo ganó en un partido tan terrible en el despliegue como brutal en la agonía: la de Xala cuando su rival hacía daño con el saque profundo y la de Olaizola cuando el zurdo sacaba a relucir un gancho descarnado. Tan espectacular fue la voltereta del manista que dejó boquiabierta a la cátedra, a los 3.000 espectadores y a los pelotaris que presenciaban el partido. Y es que fue Xala tan grande que, cuando Aimar reinaba con un 17-10 en el marcador y el agua tocaba su gaznate, el de Lekuine jugó con fuego y arriesgó todo lo que pudo. Entonces, ¿dónde estaba Xala? Si el cuero le llegaba desde el ancho, el manista leía el juego a la perfección para anotarse una reacción perfecta. No especificaba más que en sacar desde el txoko. Mientras, Aimar expectante, haciendo su partido, exprimido hasta límites insospechados, hasta acabar reinando sin corona: jugó perfecto, sin resquicios, sin problemas, desplegando hasta el fin todas sus habilidades. Pero el hambre de Yves, con un colmillo cuarteado por las cornadas de lo acontecido en las últimas tres semanas, fue tal que se hizo enorme, con una sombra aún más grande, y deslumbró.
Cuando el acorazado Xala iba a pique, cuando su armazón sufría los envites de los torpedos colorados -había un mundo infinito de siete tantos entre ellos y aún ninguno de los dos había errado en juego sobremanera-, su cuerpo empezó a destilar un atisbo de reacción. Primero: el gesto, torcido y rabioso; después: el cuerpo, hercúleo a pleno rendimiento, y, por último: una mirada inquisitiva e imperial, sin ambages, disfrazada de César. Mirada de tiburón. Ojos descarnados, de cuerdo loco, de loco cuerdo. Vista de águila, por su clarividencia; vista de cocodrilo, por su apetito, carnívoro e indolente. Indómito Yves, amparado por las explicaciones de Aitor Zubieta en la silla -de reseñar su capacidad de parar al manista de Iparralde cuando este forjaba una lápida con ciertos errores de bulto-, sacó a relucir un carácter de cazador nato. Manifestó con sus gestos unas ganas de ganar inmensas que derivaron en una espiral de toques de calidad imposibles y que se tragaron a Aimar Olaizola.
Y en este festival de justicia divina, de venganza en plato frío, Aimar Olaizola fue el comensal más desafortunado, porque ejerció de convidado sin premio, de rey, tanto como Yves por juego, pero sin contrarrestar de la espectacularidad del delantero de Iparralde. Este, amparado por el griterío del público, las manos en la cabeza por las sorpresas y las bocas abiertas. Será legendario. Sin duda. No empezó Yves del todo bien, pero lo remendó con una tacada. Después, el dominio de Aimar y el dominio, desde el txoko, desde el aliento rematador, desde las manos de fuego de Xala. Con el corazón entregado, disminuidas las opciones del goizuetarra, moría la renta del manista. Olaizola no estaba para bromas y, desde el sotamano, trataba de dominar el saque del rival -únicamente dejó botar un saque-. Sin embargo, sin tener la oportunidad de cabalgar sobre el saque-remate como ariete, Yves ejerció de funambulista sin red. Los ganchos entraban sin problemas. Aimar se desesperaba. Las voleas silbaban a apenas un centímetro de la chapa. Olaizola, superado. Y, por fin, tras dos opciones del delantero de Asegarce de culminar su tanteador con el saque al levantar dos cartones -precedidos por cierta imprecisión de su contrincante-, Xala sacó la chistera y finiquitó la final del Manomanista. Su final. La final de la apendicitis, la de la justicia poética, la del plato frío y, para culminar el carácter irónico y genial de Yves, con una reacción desde las entrañas.
final del manomanista La crónica