se acabó el Mundial. Y lo hizo con el desenlace más previsible cuando se lanzó el balón al aire el pasado 28 de agosto: el oro para Estados Unidos. Quienes se frotaban las manos con la deserción de las estrellas más rutilantes de la NBA (Kobe, Lebron, Howard...) y barruntaban un combinado yanqui más terrenal en esta edición de Turquía estaban equivocados. Para desgracia de muchos, se ha vuelto a constatar una vez más la sideral distancia que separa al baloncesto europeo del desplegado en la mejor liga del mundo. Abanderados por unos segundos espadas más disciplinados y comprometidos incluso que sus predecesores, los estadounidenses han tenido suficiente para recuperar el trono la friolera de 16 años después de su último título conquistado en Toronto.
Si bien hay selecciones que se le suben de vez en cuando a las barbas y amenazan levemente con destapar sus férreas costuras, la lógica se ha vuelto a imponer. Liderado por ese despiadado anotador llamado Kevin Durant, merecidísimo MVP y autor de unas exhibiciones para el recuerdo, Estados Unidos se mantiene todavía a una distancia considerable de cualquiera de las selecciones más potentes del Viejo Continente. Ningún conjunto a este lado del Atlántico iguala su talento físico, su punto diferencial pese a que en esta ocasión Mike Krzyzewski ha apostado por un bloque justito de centímetros y un único pívot puro (Tyson Chandler).
Se les reprocha con razón que técnicamente no son superdotados, que exhiben en ocasiones una alarmante miopía para atacar las zonas, que gozan de la aquiescencia arbitral con los famosos pasos de salida y que tampoco sobresalen por su buena lectura del juego, pero a cambio sus jugadores son auténticas fuerzas de la naturaleza, unos velocistas y saltarines de primer orden ante los que el cuerpo a cuerpo equivale a salir rebotado. Su genética no está al alcance de casi ningún jugador europeo y así forja una abrumadora superioridad. Si a ello añaden un orden táctica y motivación, la distancia se agranda.
La mayoría de los triunfos norteamericanos han estado exentos de incertidumbre. Sólo la Brasil de Huertas y Splitter estuvo a punto de discutir su hegemonía tras una actuación para enmarcar. Es cierto que este bloque parece más vulnerable que el que, sin ir más lejos, se llevó un susto de muerte en la final de los últimos Juegos Olímpicos, aunque luego no ha podido llevarse a la práctica. Acaso España, de haber contado con la presencia de Calderón y Pau Gasol hubiese sido el único capacitado para hacerle sombra, pero eso ya forma parte del género de la ciencia ficción. Ante semejante rival, el reto español de conseguir en los Juegos de Londres la triple corona se antoja prácticamente inviable.