dejó Sudáfrica visiblemente abatido por la abrupta e inapelable eliminación (4-0) frente a Alemania en los cuartos de final del Mundial y se encerró en su casa de Buenos Aires. Reapareció en Caracas, entregado a los arrumacos que le dispensó su amigo Hugo Chávez. El silencio de Diego Armando Maradona se llenó de muchas voces. La presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, exclamó un ¡aguante Diego!, siguiendo la estela populista. Pero mientras miles de aficionados pese a todo recibían cálidamente en Buenos Aires a la albiceleste, el eterno presidente de la Asociación de Fútbol Argentina (AFA), Julio Grondona, maquinaba una fórmula ladina y sutil para quitarse de encima al fracasado, incómodo y por siempre venerado astro del balompié argentino.

La otra pieza clave en la maquinación ha sido Carlos Salvador Bilardo, el Narigón, secretario técnico de la AFA y seleccionador en la época dorada, cuando Argentina ganó el Mundial de México 86 y fue finalista en Italia 90. El cebo para dejar a Maradona en la estacada fue simple: atacarle el ego. Y Maradona, picó.

Porque recién llegado de Venezuela, el Diego rompió su silencio y recogió el guante lanzado por el incombustible Grondona y su fiel aliado: "Si me tocan a alguien de mi equipo (al negociar la renovación del contrato), aunque sea el utillero, me voy", dijo por teléfono Maradona al programa televisivo Show del Fútbol. Y efectivamente, no le tocaron al utillero, pero sí vetaron, entre otros, a Alejandro Mancuso, su mano derecha, bajo la acusación de ser un mal consejero, que andaba malmetiendo por ahí contra Bilardo por conspirar contra ellos, argucia suficiente para incendiar el enorme orgullo de Diego Armando. La apuesta tenía además un cómodo colchón: el respaldo de las encuestas. Una de ellas, realizada por el programa de Estudios de Opinión Pública de la Universidad Abierta Interamericana (UAI), indicaba que el 73,3 por ciento de los consultados consideraba que Maradona no estaba capacitado para dirigir a la selección argentina o cualquier equipo de primera línea. Otra cosa es el hondo sentimiento que despierta Maradona entre los argentinos desde que en México 86 vengó al país de la humillante rendición en la Guerra de las Malvinas marcando aquel gol con la mano de dios a Inglaterra, una trampa elevada a monumento; o el otro gol, el fabuloso, meándose a medio equipo británico. Y ganando el Mundial a impulsos de su genio.

Además estaba el respaldo de cierta prensa especializada, a quien Maradona dirigió su galante me la chupen, cuando clasificó in extremis a la albiceleste para Sudáfrica, despreciando en la fase de clasificación circunstacias estratégicas tan obvias como la altura de La Paz cuando jugó contra Bolivia, que acabó con Argentina aplastada (6-1). O tácticas, cuando ya en el Mundial ofreció un apoyo incondicional para que Messi pudiera explayar su talento en la cancha y sin embargo no puso socios con los que ligar su juego. O al misteriosa salida del once de Verón, el medio enganche que daba cierto equilibrio a un equipo partido por la mitad. O su empeño con jugar frente a Alemania con un sólo centrocampista puro. Sí, Maradona es un artista con el balón en los pies, pero metido a entrenador sale un talento cúbico que no todo el mundo supo apreciarlo, y menos entenderlo.

el duro alegato Los cálculos no fallaron. Maradona no cedió a los requisitos de la AFA y la Federación Argentina emitió el pasado martes un comunicado anunciando la no renovación del contrato de Maradona como seleccionador de Argentina. Al día siguiente, el Diego convocó a los medios de comunicación sólo para leer un duro alegato, sin preguntas. A Julio Grondona le acusó de mentiroso y a Carlos Salvador Bilardo, de traidor.

Maradona aseguró que le dolía "en el alma" dejar la albiceleste y ofreció su versión: "Luego de la eliminación de Sudáfrica, Grondona me dijo en el vestuario en presencia de testigos y jugadores que estaba muy contento con el trabajo realizado y que quería que siguiera. A la vuelta empezaron a enturbiarse las cosas". "El lunes (27 de julio) me reuní con Grondona y a los cinco minutos de conversación me dijo que quería que yo siguiera, pero que siete personas de mi cuerpo técnico no debían continuar. Me estaba diciendo que no quería que siguiera. Sabe perfectamente que es imposible que yo siga sin mis colaboradores".

Con Bilardo fue implacable. "Cuando el equipo estaba de luto" por la eliminación del Mundial, "Bilardo trabajaba en las sombras" para echarlo, y añadió: "Agarre quien agarre la selección que sepa que la traición está a la vuelta de la esquina y que hay personajes que no quieren bien al fútbol argentino. Sólo cuidan su interés personal y cuenta bancaria".

Bilardo enseguida puso gesto de pesadumbre y salió al paso de las acusaciones de quien considera "como un hijo", negando cualquier tipo de traición y destacando que se había "jugado la vida por él" en esa relación de amistad-odio que ambos personajes han mantenido en los últimos veinte años en la selección campeona en México y subcampeona en Italia, o cuando coincidieron en el Sevilla en 1992, con un desaire descomunal cuando el Narigón cambió al pelusa durante un partido, o en el reencuentro en Boca en 1996, y por último, quizá definitivo, la relación iniciada en 2008 pero con Maradona ejerciendo de entrenador.

Y ahora, ¿qué pasará con Maradona? Quien bien le conoce han mostrado su temor a que pueda recaer en la depresión y en las drogas, consumido por haber decepcionando a todo un país, aunque de puertas afuera siga empeñado en negar la mayor.

¿Y el sucesor de Maradona? La afición pide a Bianchi, el histórico entrenador de Boca Juniors, pero sus diferencias con Grondona son tan insalvables que parece una entelequia. Han sonado otros muchos nombres (Simeoni, Borghi, Russo, Díaz...), pero los tiros apuntan hacia Alejandro Sabella, Pachorra, cuya principal virtud a los ojos del incombustible Grondona es su bajo perfil. Un hombre tranquilo, lejos de los focos, grandilocuencia y atención que procuraba Maradona, que el pasado año ganó la Copa Libertadores con Estudiantes y puso en aprietos al Barcelona de Guardiola en la final del Mundial de Clubes.