Johannesburgo hierve aunque en apenas una semana arranque el invierno en el hemisferio sur. El vestíbulo de llegadas del Aeropuerto Internacional de Tambo ruge con decenas de vuvuzelas que sonarán en alguno de los diez estadios que van a acoger los partidos del Mundial. Son los hinchas que llegados desde todo el mundo mantienen algo parecido a un diálogo en un lenguaje universal: el grito de guerra futbolero. Por ahí se escucha "¡Ahí va, ahí va, Argentinaaaa!" y un poco más allá "¡México, México... y nadie más!". Con los mexicanos he compartido vuelo desde Madrid y no dejo de pensar en que llevan veinte horas metidos en un avión para algo tan incierto como celebrar un buen resultado o resignarse ante la derrota.

Una enorme pancarta da la bienvenida al Soccer City, la ciudad del fútbol en Soweto, con el lema Ke Nako (Es la hora). Moseu, un veterano taxista que vive el acontecimiento con la perspectiva de ganar en un mes lo que no gana en todo el año, me cuenta que la espera se ha hecho larga e incómoda. Como pasa en estos eventos, todo se ha terminado a última hora: el Galtrain que une los pincipales puntos de la ciudad con un hasta entonces inexistente sistema ferroviario, los estadios (cinco remodelados, dos demolidos y reconstruidos y tres nuevos), el tercer carril en varias de las autovías que circundan la capital económica de Sudáfrica, etcétera...

Pero ese Ke nako tiene también algo de espiritual. Para Moseu "es la hora de que podamos enseñar al mundo que el Mundial de rugby hace quince años no fue fruto de la casualidad, que el poder negro también sabe organizar con garantías el primer Mundial de fútbol africano. Sí, ha llegado la hora de que nos veáis como somos, no como creéis que tenemos que ser". Todo un discurso africanista de este taxista, negro por supuesto, que admite sin tapujos que nunca se interesó demasiado por la política hasta la llegada de Mandela al poder: "Al fin y al cabo, no nos dejaban votar, para qué interesarnos de lo que no decidíamos".

Cuando trato de conocer su opinión sobre los actuales mandatarios, los herederos de Mandela, tuerce el gesto, se sume en un silencio sepulcral y me conduce directo al hotel sin volver a abrir la boca, salvo para deletrear en un esfuerzo por hacerse entender bien, la abultada carrera que contribuirá a su declarada intención: hacer el agosto a las puertas del invierno.

Los fastos en la ciudad ya han empezado. Anoche la colombiana Shakira, convertida en musa del Mundial, cantaba su Waka-Waka (Time for Africa) ante miles de personas que seguían sus movimientos de cadera a través de las pantallas gigantes instaladas en diferentes puntos. Johannesburgo vive este evento con pasión, con banderas del país del arco iris luciendo en las pick up, modelo que gana por goleada en las atestadas carreteras que conducen al centro.

Mucha bandera, pero poca mascota. Se ve que esa especie de león llamado Zakumi no entusiasma demasiado. Sospecho que tendrá tan pocos admiradores como aquel infausto Naranjito. A falta de mascota con gancho, en los semáforos donde acechan decenas de vendedores (nadie está dispuesto a dejar pasar la ocasión) la mercancía estrella además de las consabidas banderas es una versión en miniatura del Jabulani, el balón oficial que lleva nombre bantú y que significa fiesta.

Dicen los entendidos, y por aquí hay mucho, que el Jabulani es un balón de patio de colegio y no de campo de fútbol. No lo he probado, aunque tampoco podría dar una opinión fundamentada dada mi escasa práctica, pero en una primera gira urbana he visto rodar muchos así en los partidos improvisados que la chavalería monta aquí y allá.

Sudáfrica siente pasión por este deporte que ha sido históricamente el que practicaba la población negra. Pero también en esto ha cambiado: tres jugadores blancos, más algún mestizo, lucen los colores en el póster oficial que ha tratado de venderme un aduanero antes de estar oficialmente en su país. Tampoco él está dispuesto a renunciar a su trozo de pastel.

Del sur al norte, rodeados de pequeñas casas tipo barracas adecentadas en los barrios más marginales y de elegantes villas según se avanza hacia el norte, surgen campos de fútbol. En los primeros, son unos postes colocados sobre tierra polvorienta y en cada partido juegan por encima de la cuarentena de chavales negros. En los segundos, hay césped, red en la portería y hasta árbitro.

Pero Fred, propietario de un elegante alojamiento rural, me dice que esto también es un milagro, que jugar en la calle a fútbol era exclusivo de la población negra mientras los blancos practicaban rugby y cricket en los exclusivos countrys del norte de la ciudad. Sí, se han dado pasos hacia una universalización de gustos que no atiende exclusivamente al color de la piel. En cualquier caso, no parece que mezclar agua y aceite sea fácil y es posible que ni tan siquiera sea necesario.

Mientras la población negra baila a ritmo de bongó, en la terraza contigua una cuadrilla de blancos cerveceros se disparan una tras otra botellas de medio litro de Amstel. Y de vez en cuando se despachan alguna salchicha de reminiscencia holandesa y nombre con muchas consonantes. Unos engordan y los otros bailan. Acaso aquí, sentado entre ambos grupos tan dispares, se puede entender que uniformizar no sea una solución. Basta con una convivencia fructífera como la que busca este Mundial.