vitoria. Dice una voz que convive con Alejandro Valverde, voz erudita, instruida, de honda raíz cultural, que nunca antes había comprendido lo que realmente significaba vivir el momento, el Carpe Diem filosófico, hasta que se unió profesionalmente al murciano hace cuatro años. "Ahora sé lo que es vivir el día a día con intensidad, sin mirar el futuro, pensando que cualquier día puede ser el último", se desnuda la voz, que reflexiona sobre lo volátil de la existencia, lo mucho que puede cambiar el paisaje en un instante, en un giro del destino. Ayer, por ejemplo, para Samuel Sánchez, el líder de Euskaltel-Euskadi que llegaba dispuesto a gobernar definitivamente la Vuelta al País Vasco y encalló camino de Zierbena, en la desalmada subida a Las Calizas, justo donde emergió imperial la figura espigada y deliciosa de Beñat Intxausti, compañero de equipo del ovetense que ocupó su lugar en el grupo de notables que entró al galope en la meta de Zierbena con Óscar Freire en cabeza, veloz y letal. Con los brazos en cruz. Pura pasión. Triunfante. O eso creía él. Lo celebró unos minutos. Se emborrachó del momento, que fue breve. Un instante. Luego, su destinó se tornó cruel. Lo descalificaron los jueces por cerrar contra las vallas a Valverde, que no encontró hueco para pasar a Freire por la izquierda y entró con la mano blandiendo al aire. Está vez era una baliza de protesta. Ésta prosperó. Y el murciano recogió las flores de la mano del fenómeno cántabro mientras Samuel, atascado sin explicación, llegaba casi dos minutos después del embrollo sin enterarse de nada, sin ganas de saber, sin voz, mudo, apeado de la lucha por la Vuelta al País Vasco.

Era un destino insospechado cuando su garganta sonaba celestial al mediodía, posado el campeón olímpico sobre el cemento del puerto de Zierbena, a unos metros de un mar calmo, bajo el foco del sol hamacado en un cielo azul insondable. Charlaba entonces distendido, como lo hacen los deportistas que nada temen, que se saben sanos, en perfecto equilibrio, el peso correcto, la carga de trabajo prevista, los músculos afilados, la mente despejada y la ambición asomando por el cañón de la recortada. Hablaba Samuel de la vida, que le sonreía -"esta vez llego sin imprevistos, sin las lesiones que me lastraron el pasado año", decía-; de la etapa, peligrosa pero no decisiva; de Valverde, del que quería saber cómo estaba, qué pensaba, y de Freire al que intuía desembocando poderoso en Zierbena cuando acabase el tortuoso viaje por la irregular margen izquierda. Luego se fue, apurado. El pelotón se le iba. No volvió a hablar.

Atinó en lo de Freire. Aunque luego los jueces dieran vuelta a la realidad. Pero erró en la lectura de su propio organismo, que se mostró inopinadamente débil, vulnerable como no se recuerda en el momento crucial, cuando la carretera reclamó la presencia de los sobresalientes. Samuel no escuchó la llamada, el toque de corneta y el relinche de la caballería. Quizás porque discutía con su cuerpo, que no atendía, que no obedecía su deseo de superar el primer examen de la carrera que le da la espalda. Pese a que ha ganado tres etapas y ha sido tres veces tercero, nada baladí, le rehuye la gloria, el jersey de tela amarilla y la txapela de lana.

Fue un imprevisto la parálisis de Samuel. Cosas del ciclismo, del deporte, que vive ajeno a la ciencia, al cálculo. "Esto no es matemática", alegaba, desolado, el campeón olímpico. Por eso Euskaltel fue el primer equipo que se mostró en la Vuelta. Un gesto autoritario para encorsetar la carrera, para que Klimov, Meier, Pedersen, Rabuñal y Carrasco no pudiesen soñar con quimeras, con se Roger Walkowiak, aquel francés que ganó el Tour de Francia de 1956 tras amasar una renta sideral gracias a una fuga que luego administró con maña. Estaba pintada de naranja la cabeza del pelotón cuando se estrujó para meterse por el embudo de Putxeta, la pared asfaltada en la que hace quince años destrozaron la Vuelta al País vasco Laurent Jalabert y Alex Zulle en una ofensiva antológica, paradigma de otro ciclismo, el viejo ciclismo de garrote y tentetieso, puro pálpito, visceral, descerebrado, hermoso, por imprevisible.

De ese ciclismo quedan vestigios. Freire, por ejemplo, un ciclista de otro siglo, campeón del mundo en 1999 y de la Milán-San Remo hace cuatro días. Por el camino, riadas de champaña han corrido por la garganta de un ciclista que conoce cada palmo de su organismo, que nunca le sorprende. Tampoco a Samuel, quien se había revelado siempre como un ciclista obstinado, detallista, milimétrico en la preparación y certero en los objetivos. Lo era, al menos, hasta ayer, hasta que el pelotón volvió a posarse sobre la pared vertical de Putxeta en un juicio definitivo, inapelable.

Surge Intxausti Allí se expresaron espumosos Chris Horner, el chico de Armstrong que el año pasado se dio un trompazo monumental en el descenso de Urkiola, y el galgo Gesink, un tallo sin músculo, piel sobre hueso, que se le escurre a la gravedad. El grupo se despedazaba sin remisión. En plena orgía del descontrol, asomaron Daniel Martin, el hijo de Irlanda, el sobrino de Stephen Roche, un talento portentoso de cabeza volátil, el escultural Van den Broeck o el enjuto Rigoberto Urán, un palmo de ciclista de piernas tiznadas. Y cuando todos perdieron el respeto a la estética y la arrojaron por el barranco tirando de riñones, dando chepazos, clavando los dientes en el manillar de carbono, surgió Intxausti, delicioso en la pose, devastador en la pedalada. Parecía que no rozaban el suelo las cubiertas de la bicicleta del zornotzarra, 60 kilos de fibra, una pluma, que trepaba sentado, los brazos cuadrados, dibujando un ángulo perfecto; y se erguía después, mirando de un lado a otro, tratando de identificar el rostro de su líder. De Samuel. Pero sólo escuchaba jadeos y veía caras extrañas. "Los coches etaban lejos y no oíamos la radio".

No sabía, por tanto, que el ovetense se había desmoronado. En la cima, supo Intxausti de su ausencia en un grupo de privilegio -Valverde, Frank Schleck, Gesink, Horner...- que le hacía ruborizar al vizcaíno. Y a Iván Velasco, maravilloso el guipuzcoano, un virtuoso de la escalada cuando le asiste la inspiración a quien ordenó Galdeano levantar el pie y esperar a Samuel en una acción desesperada por limitar la pérdida, que se quedó en 1:39 con un grupo de 24 que encabezó primero Freire. Y luego Valverde, primer líder y favorito a ganar la Vuelta al País Vasco.