Más que silbar, retumba el viento, el gallego, que expande su aliento gélido, que empuja los brazos blancos de los molinos que vigilan la entrada a El Abra, que corre por las calles desnudas de Zierbena, que las viste del perfume salino, el Channel del mar, que juega con las ramas de los pocos árboles huesudos que se resisten a la primavera y se burla del ladrido de un perro mientras tumba la torre de humo de la única chimenea de Petronor que asoma el hocico entre los tejados de las colinas, al fondo, frente al balcón del barrio de La Cuesta. A ratos, el viento cesa, toma aire. Sólo queda entonces el abandono de la mañana. Nada se escucha. Nada sobresale. Nada discute a la quietud. Y nada desencaja; la iglesia en lo alto, las casas disputando su calor, la plaza y su fuente, el ayuntamiento, su balconada... La postal sensitiva la desmorona el autobús del Caisse d"Epargne, que irrumpe con su voz de pecho acatarrado y vomita a los siete ciclistas -falta Bruseghin, que llegaba a última hora de la tarde a Bilbao- que disputan desde hoy, desde que zarpe en Zierbena (13.25 horas), la Vuelta al País Vasco.

Saltan al asfalto Kiriyenka, rostro pétreo; y Fran Pérez, aletargado; y David Arroyo, que mira al cielo con los ojos legañosos aún, frunce el ceño y farfulla algo sobre el viento, la lluvia; y Urán, el enjuto talento colombiano que se encoge con el frío y protesta algo gracioso de lo que ríen Xabier Zandio, abrigado hasta los dientes, y David López, el único ciclista profesional de la margen izquierda, el GPS de los últimos 40 kilómetros de la etapa de hoy, tremendamente ondulados, quebrados como el perfil de una sierra, que trepa por Covarón, por Putxeta, por el Campillo, por Las Calizas hasta la Arboleda y se despeña luego hasta desembocar el Portugalete, en Santurtzi, en Zierbena, en El Abra que se abre al mar, como el cielo sobre el barrio de La Cuesta en una tregua deliciosa.

Al intuir el rayo de sol, sale a atrapar su caricia Alejandro Valverde. "Vamo, vamo", incita ya sobre la bici, probado el cambio por la calle, arriba y abajo, desentumecido el cuerpo enlatado en el asiento del autobús y afilada la sonrisa, ese gesto gracioso que le aflora siempre espontáneo, de lo más hondo del alma, puro y sincero. "Nunca hay que dejar de sonreír. Es algo que no se puede perder. Estar contento, lo mejor posible, es algo que nos debemos a nosotros mismos y a los que nos rodean. Los problemas existen, todos los tenemos, pero no podemos renunciar a ser felices", proclama el murciano antes de correr a tragarse el asfalto y borrar de la memoria de los músculos el esfuerzo de la víspera en Lizarra, de bajar hacia la Playa de La Arena y sentir el beso de la brisa, de enfrentar el viento corriendo hacia Muskiz y de comprobar después que Covarón, la cuesta que temía por desconocimiento Eusebio Unzue, no es más que un repecho.

El cielo cambia de humor repentinamente. Se entristece, se vuelve plomizo y se descarga sobre los ciclistas. Así que Valverde busca el coche con la mirada, se detiene en la cuneta y se refugia en su estómago. Luce su sonrisa pese a lo oscuro de la mañana. "Yo soy feliz andando en bicicleta", ahonda el murciano, nada perezoso, pues madruga a diario para salir a entrenar entre las 8.00 y las 8.30 horas y poder estar de vuelta en casa a las 14.00 los días en los que debe estirar el aliento. "Siempre fue así", explica recordando que su sonrisa y la bicicleta congeniaron pronto. "Al mirar hacia atrás y buscar imágenes de cuando era crío, siempre me veo sobre la bici, riendo. Mis padres veían que estaba todo el día corriendo por ahí, haciendo un montón de kilómetros, sufriendo muchas veces... pero siempre feliz. Eso les convenció de que podían dejarme seguir. Y aquí sigo. De momento... hasta ahora".

La lluvia ha sido breve. Un chaparrón sin entidad. El cielo se relaja y vuelve a descolgarse un rayo de sol, un hilo tenue que embelesa a Valverde. Salta del coche el murciano cuando la carretera se aleja de Muskiz y se eleva hasta Las Carreras, la puerta que da acceso a Putxeta, un desfiladero desalmado que eligió Manolo Saiz en la Vuelta al País Vasco de 1995 para catapultar a Alex Zulle y Laurent Jalabert. "Pero ahora es distinto", reflexiona el líder del Caisse d"Epargne; "es complicado pillar a la gente, sorprender. La etapa es dura y se irá rápido, por lo que seleccionará el grupo y mermará las fuerzas, pero de ahí a que haya diferencias... No lo creo, de verás, aunque todo se verá en carrera. Es sobre el asfalto cuando toman sentido las tácticas, los movimientos".

Como la vida misma. Sostiene el murciano que se puede tratar de predecir lo que acontecerá, que uno puede mirar al futuro como si sacase la cabeza por encima del pelotón y pretendiera ver lo que hay detrás de la siguiente curva. "Pero no tiene sentido. Hay que vivir aquí y ahora". Así respira él. Sobre la bicicleta, reptando por Las Calizas buscando el tejado de La Arboleda, la montaña barrenada. "Es una zona minera", alecciona alguien a los chicos del Caisse d"Epargne. "Así que si llueve... Se puede formar una película sobre el asfalto que puede resultar peligrosa". Fran Pérez, largo y estirado como una espiga, baja al coche, resopla y pregunta por el futuro: "¿Tendremos un 27? ¿Y un 25?". "Ya veremos", le responden. Y el murciano vuelve al presente. Encalla en la pendiente, que le masacra los músculos.

DOLOR MENTAL El dolor es puramente físico. Por tanto, solventable. Un masaje, alimento, reposo... "Pero lo importante es la cabeza. Un deportista tiene que estar a gusto consigo mismo y con lo que está haciendo. Bueno, eso es extrapolable a cualquier trabajo. Conozco a poca gente que haya triunfado en algo en la vida que detesta", razona Valverde, quien concreta que en el ciclismo esa máxima se multiplica, que la exigencia mental es suprema, que si la cabeza no trabaja el músculo no funciona, no giran lo pedales y la bicicleta no se mueve. "Y el movimiento lo genera la ilusión", concede. Y sonríe. Y repite entonces su matrimonio con la felicidad. Con la bicicleta. Y con sus niños, los mellizos y el pequeño Pablo, de apenas dos meses. "Es lo más importante de mi vida. Verles sonreír, crecer, jugar... Te llena, te hace olvidar todo lo demás, lo malo, lo bueno. Todo. La bicicleta y mis niños, yo no necesito más", dice Valverde, un ciclista habituado a las loas, al placer del éxito, al sabor de la champaña y la aroma de las flores, que trata de desprenderse del perfil que describe su radiografía ciclista. Valverde no es Merckx. Gana, pero no es un caníbal. "Yo no estoy obsesionado con la victoria. Puedo ser igual de feliz siendo segundo que primero", proclama desvestido de la inquietud que gestiona el habla la víspera de un acontecimiento relevante como lo es la primera etapa de la Vuelta al País Vasco, pues está convencido el murciano de que es imposible controlarlo todo, moldear el destino al antojo de cada uno. "Ganar tiene mucho de esfuerzo previo, de preparación física y mental, pero luego hay más cosas. Cuenta la suerte, por ejemplo. O situaciones inesperadas".

En la reflexión del murciano ahonda Samuel Sánchez, al que, dice Valverde, hay que soldarse, "no se le puede dejar un metro". "En carrera puede pasar cualquier cosa", concede el líder de Euskaltel-Euskadi; "pero yo voy confiado, satisfecho con el trabajo hecho hasta el momento, sin nada que haya trastocado mi preparación". A Samuel, tres victorias de etapa, tres terceros, sólo le resta la victoria en la Vuelta al País Vasco. "Así es", dice solemne el espartano de la bicicleta, a la que está unido por el cordón umbilical: vive por ella. Y por su hijo Unai. "Es un bandido, tiene una cara de malo... Ya le verás en Zierbena". Ríe. Como Valverde.

En el puerto desembocó ayer el Caisse d"Epargne. Soplaba musculoso el gallego, pero el cielo se había abierto y lucía azul, esplendoroso. Acariciado por el sol llegó Valverde a la puerta del autocar, se bajó de la bicicleta y respiró hondo. "No necesito más", debió pensar, pues sonreía dichoso el murciano.