Los sensores se volvieron locos. Con media sonrisa el capitán exclamó.
–¡Despertad a los demás! Hemos llegado–.
–¿A dónde, señor?–, preguntó el ingeniero de propulsión, confundido.
–A nuestro nuevo hogar–, dijo el capitán.
–Capitán, con todos mis respetos…–. La voz de Dalia, la segunda al mando de la Andrómeda, se escuchó mientras la mujer de pelo cobrizo hacía girar su silla para mirarlo con expresión escéptica. –Estamos en mitad de la zona nula del sector doce. Aquí no hay ni un maldito asteroide, y menos un hogar–. Miró de nuevo los sensores, que continuaban parpadeando erráticamente, y sacudió la cabeza. –Tiene que ser una sobrecarga del sistema–.
–Eso parece, ¿verdad?–. La sonrisa del capitán se ensanchó provocando arrugas en las comisuras de sus labios, azulados como los de todos los que llevaban la sangre de la vieja Cartia.
–Eres insufrible a veces. ¿Sabías que…?–. Comenzó a decir, pero una voz profunda la interrumpió, provocando un inmediato gesto de desagrado en ella, que escondió tras su pantalla de control.
–No es insufrible–. El hombre que acababa de entrar no era grande, ni fuerte, pero había una seguridad casi fanática en su voz que lo hacía parecer más de lo que aparentaba. Sus ojos, de un extraño tono plateado que parecía brillar, miraron hacia la pantalla tras la que estaba Dalia, como si pudieran ver a través de ella.
–Vuestro capitán habla como alguien que conoce la verdad–. Acercándose hasta él, y le entregó un pequeño dispositivo, que casi podría parecer una reliquia de no ser por la red de filamentos de metal que lo recubrían como raíces. –Es el momento–.
Los dos hombres se miraron en silencio un largo momento, con los ojos verdes del capitán clavados en los plateados del otro hombre, y finalmente asintió, lo que provocó un nuevo bufido despectivo por parte de su contramaestre. Pero ajeno a la reacción de Dalia, el capitán levantó el dispositivo hasta su pecho con reverencia.
–Sé que muchos habéis dudado–, pronunció con autoridad. Dejando que su mirada pasase por su tripulación, y deteniéndose un poco más en Dalia. –Que cuando Draek me encontró y me prometió esto no creísteis como yo he creído. Pero hemos llegado aquí, y ahora vais a ver que todo era cierto. Que podremos reclamar este mundo como nuestro. Que no estoy loco cuando digo que he sido elegido–.
El silencio siguió a las palabras del capitán e incluso Dalia logró morderse la lengua mientras el hombre de ojos plateados asentía satisfecho, y luego señalaba hacia el cristal blindado que separaba el puente de mando del vacío absoluto del espacio.
En ese silencio, el capitán extendió el dispositivo y todos pudieron ver cómo las raíces de metal parecieron cobrar vida y se clavaron en la piel de su mano mientras comenzaban a brillar con una luz pulsante que recordaba a un latido y que iluminó el lugar con más fuerza en cada destello hasta que, al llegar a diez, estalló con tanta intensidad que todos tuvieron que cerrar los ojos.
Cuando Dalia logró abrirlos de nuevo, con un reproche en los labios, vio al capitán y a Draek mirando hacia el cristal, y las palabras se atascaron en su garganta. Allí donde unos instantes antes sólo se veía la negrura del espacio, de pronto un sistema entero había aparecido ante sus ojos.
Un planetoide, de casi un cuarto del tamaño estándar confederado, flotaba en el espacio, iluminado por lo que parecía una enana blanca que aportaba suficiente luz para que algo de vegetación cubriese su superficie.
–Esto… esto es imposible–, murmuró el ingeniero de propulsión, poniendo en palabras el sentimiento de la tripulación. Incluso los sensores, que hasta el momento habían arrojado lecturas incoherentes, se calmaron al poder detectar lo que antes había estado oculto.
–No es imposible. Es fé–, contestó Draek, y luego señaló hacia el planeta, hacia un punto en el que la vegetación se retiraba para dejar ver lo que parecía una gargantuesca estructura de piedra. –Has abierto el camino al Mundo Oculto, pero el final de tu camino está ahí. La sangre de Cartia traerá de nuevo al rey–.
–Preparad una nave de descenso–. El capitán comenzó a pulsar los controles del puente, colocando la Andrómeda en una órbita baja desde la que descender a las ruinas. –Dalia, Kiel, vendréis conmigo y con Draek. Coged los trajes de exterior, no quiero sorpresas–.
Apenas media hora después, Dalia entró al camarote del capitán, ya cubierta con el traje reforzado de las misiones de exterior. Sólo le quedaba por colocarse el casco, y estaría lista, pero lo había hecho rápidamente para poder adelantarse y hablar a solas.
–No estás de acuerdo. Se te ve en la cara–. Él se adelantó al verla llegar.
–No, no lo estoy–, contestó. –Mark… capitán… Todo esto está mal de alguna forma. Desde que Draek llegó con todas esas historias de Cartia y ser el elegido… estás diferente. Somos mercenarios, no personajes sacados de una novela. Esto nos queda grande. No sabemos a donde vamos a meternos, ni casi por qué. Ten en cuenta que un jodido sistema entero estaba oculto. No hay tecnología en la Confederación capaz de eso. Te lo pido… por todos nosotros. Vámonos de aquí. Avisemos al ejército. Tengo un mal presentimiento–.
La sonrisa, esa maldita sonrisa azulada capaz de derretir el hielo, regresó a los labios del capitán cuando respondió.
–Lo entiendo. De veras. Pero esto… es algo que debo hacer. No te arrastraré si no quieres… si quieres, quédate dirigiendo la Andrómeda–.
Dalia abrió la boca para hablar…
… y dos horas después, mientras seguía a los otros al interior del templo, volvió a preguntarse cómo podría ser tan idiota.
Idiota por no haber sabido negarse. Idiota por no ser capaz de cenvencerlo de que todo aquello era un terrible error.
Pero sobre todo, idiota por no haberse atrevido a decirle que ella no necesitaba un nuevo hogar. Que todo lo que necesitaba, ya lo tenía.
Y sin embargo, calló, como solía hacer, cargó su arma láser, y en silencio cruzó el umbral de aquellas ruinas con aspecto de tumba, cargada de silencios.
El autor es ganador del concurso de relatos de la última edición del Freak Festival, celebrado en Vitoria-Gasteiz.