Si algo define a Gasteiz en términos culturales es la espera. No una espera impaciente o resignada, sino esa que se instala en la ciudad como un segundo clima, donde las iniciativas artísticas se anuncian, se proyectan, se prometen... y después se diluyen en una bruma de trámites y plazos inciertos. Se podría pensar que aquí la cultura avanza al ritmo del txirimiri, calando poco a poco hasta hacerse presente, pero lo cierto es que muchas veces ni llega a mojar.
Ejemplos hay de sobra. Mientras ciudades vecinas como Bilbao o Donostia cuentan con infraestructuras culturales consolidadas en todos los ámbitos, ya sean de creación, de difusión, de mediación… Vitoria-Gasteiz sigue sin un auditorio digno, con un teatro cerrado y sin galerías de arte. Nadie compra arte. Eso sí, la ciudad se muestra satisfecha con su inagotable oferta de festivales, como si la cultura solo pudiera entenderse como un evento efímero y no como un tejido permanente de creación y difusión.
Sin embargo, el gasteiztarra medio está convencido de que su ciudad es un espacio cultural dinámico y ejemplar. Como el que baila lentamente creyendo que está moviéndose con frenesí, se dice así mismo que vive en un hervidero artístico, cuando la realidad muestra una escena mucho más contenida y limitada. “Nada es más difícil que hacer ver a alguien que no baila que está quieto”, podría haber dicho Bertolt Brecht si hubiera conocido nuestra paradoja local que tiene que ver con la prudencia alavesa.
Pero no es solo un problema institucional. También hay una tendencia local a la tibieza, al conformismo de las medias soluciones. La ciudad presume de ser un laboratorio cultural, pero rara vez asume el riesgo de una verdadera experimentación. Cuando aparecen propuestas más disruptivas, la reacción oscila entre la indiferencia y la incomodidad. Se valora la cultura cuando adorna, cuando engalana, pero se vuelve incómoda cuando cuestiona, cuando incomoda, cuando señala.
Además, Vitoria-Gasteiz apuesta a lo grande por convertirse en un gigantesco plató de cine para atraer producciones audiovisuales. No deja de ser una metáfora, pues la ciudad tiene mucho de decorado: calles impecables, fachadas restauradas, pero una vida cultural que a menudo parece más un atrezzo que una realidad palpitante. Todos nos estamos convirtiendo en extras de una película de Netflix.
Como dijo el escritor Juan José Millás: “El problema de la cultura es que no se ve hasta que desaparece”. Gasteiz sigue a la espera de tomarse en serio a sí misma como espacio cultural activo. No faltan artistas, colectivos ni proyectos con ideas claras. Falta, quizás, dejar de esperar y empezar a hacer sin permiso, sin la eterna consulta, sin la burocracia asfixiante que convierte cada propuesta en un trámite interminable. Porque la cultura no necesita más estudios, diagnósticos o planes estratégicos. Necesita valentía, apuesta, confianza. Y, sobre todo, que alguien abra la puerta de una vez. Con osadía.