El estadounidense Mark Lanegan, fallecido este año a consecuencia de la covid, es uno de los músicos de culto más importantes de las tres últimas décadas. Impulsado gracias a su grave voz desde el micrófono de Screaming Trees, un grupo secundario del grunge, supo dejar atrás una personalidad conflictiva y años de alcoholismo, sexo compulsivo y drogadicción para crear música tan bella e introspectiva como dolorosa en solitario y en proyectos alternativos, junto a Queens of The Stone Age, Isobel Campbell o Soulsavers. Su aubiografía, que acaba de editarse en castellano, repasa más su vida que su obra artística.
Lanegan falleció el pasado 22 de febrero a consecuencia de la covid y tras sufrir varios episodios en coma y meses de pérdida de memoria. Su autobiografía, traducida por Elvira Asensi, está lejos de ser una biografía de memorias musicales al uso, ya que su autor centra sus más de 400 páginas en su vida personal, marcada por una infancia y juventud sin control. Que un colega con el pasado de Nick Cave hable con cariño de una persona y un libro como “primitivo, brutal y apocalíptico”, y que Bobby Gillespie, líder de Primal Scream, otro que sabe de lo que habla, destaque estas páginas como “una historia de normalidad disfuncional y realidad enferma”, dejan clara la sinceridad descarnada del libro.
Ya el título de la obra, Sing backwards and weep (Cantar hacia atrás y llorar), extraído de su canción Fix (Chute), evidencia que estas páginas son más crudas que el Yonqui de Williams Burroughs, la fotografía con mucha resolución de un inadaptado social que para sobrevivir y rellenar el vacío que sentía se convirtió en alcohólico y drogadicto, dependencias que marcaron la primera fase de su carrera, hasta que logró desengancharse con el cambio de milenio.
Como un kamikaze y sin esconder nada, Lanegan narra sus múltiples dependencias, su querencia por la violencia y su dependencia del sexo en esos años en los que estaba dispuesto a hacer daño y dejar de lado a cualquiera, amigos incluidos. Todo era lícito por chutarse y sobrevivir un día más sin dolor, primero en el pequeño pueblo del Estado de Washington donde nació y luego en Seattle, donde se convirtió en una estrella (de segunda fila) del rock desde el micrófono del grupo Screaming Trees. Una infancia marcada por los maltratos y desprecios de una madre tóxica le convirtieron en un delincuente juvenil, alguien “fascinado por lo perverso y extraño”, escribe, habitual residente de cárceles, que estaba ya enganchado a los 18 años e, incluso, confiesa, “llegué a pensar en el suicidio”.
Caída y redención
Enamorado por el punk e Iggy Pop, el joven Lanegan tuvo su bautismo musical al frente de Screaming Trees, un grupo grunge de segunda fila en el que nunca se sintió integrado. Era la banda de los hermanos Conner, Van al bajo y Gary Lee a la guitarra y composiciones, un tipo orondo que pesaba 130 kilos y estaba colgado del rock garajero. Habla de sus primeros discos como “bazofia, una cosa deprimente, enfermiza y a todo volumen”. El chico malo se refiere a sus letras como estúpidas y a sus discos como productos “a medio hacer”, con melodías pegadizas pero echadas a perder por las letras de Van Lee, a quien no soportaba, ni como artista ni persona.
Los Trees, donde solo empezó a sentirse (algo) cómodo en sus dos últimos discos, Sweet Oblivion y Dust, en los que empezó a colaborar en letras y composición, le pusieron en contacto con toda la escena grunge –solo alude una vez al término en el libro para denigrarlo como invento de los medios–, que desfila por sus páginas, con especial atención a sus dos talentosos mejores amigos: Kurt Cobain, y Lyne Staley, líderes de Nirvan y Alice in Chains. El tercer hermano de Lanagan fue Jeffrey Lee Pierce, cantante de The Gun Club.
“Casi todo el disco lo grabé cantando borracho, drogado o de resaca”, escribe sobre su último disco con los Trees. Ya por entonces, se había lanzado en solitario con un debut titubeante y una continuidad, Whisky for the Holy Ghost, en la que se acercó a sus deseos: hacer “música original, lenta, tranquila y hermosa” basada en referentes como The Psychedelic Furs, Nick Drake, Leonard Cohen, Van Morrison, Tim Buckley, Henry Rollins o Galaxy 500.
El libro incluye también páginas repletas de humor como las que relatan sus encuentros con el cantante de Oasis, Liam Gallagher, a quien persigue durante un festival para recordarle que para chulo él, o Matt Dillon, a quien le metió un cigarro encendido en un bolsillo por participar en la fallida película Singles, centrada en la escena grunge. Eso sí, la mayoría se centran en su viaje por el pasaje del terror de la heroína, cuando se sentía “un despojo humano sin principios morales”. Especialmente crudos resultan los párrafos dedicados al mono –“es como ser violado en grupo por la hordas de Satanás durante tres días y noches”– y a su desintoxicación –“el viaje más jodido, estresante y extenuante de mi vida”–.
Estas páginas, que asustan y conmueven más que una película de terror, concluyen con su rehabilitación, en 2000, facilitada por el apoyo económico de Courtney Love, pareja de Cobain y líder de Hole, y el laboral de Duff McKagan, el bajista de Guns N’ Roses, que le dio cobijo y dinero al cuidar de sus mansiones en su ausencia. El libro, que deja sin explicar su obra en este siglo ya como reputado músico de culto, tanto en solitario o en el territorio que compartió con Isobel Campbell, Greg Dulli, Soulsavers o Josh Homme en Queens of the Stone Age, concluye aludiendo al vacío y culpabilidad que le dejaron las muertes de su tres hermanos musicales. Y no decimos más, para evitar spoilers.