Decir que la fotografía es toda su vida no es una exageración. El día que entró en el laboratorio de su padre, el futbolista Javier Berasaluce Marquiegui -recientemente fallecido-, ya no hubo vuelta atrás. Hasta dentro de unas semanas, además, su labor diaria seguirá ligada a las miles y miles de imágenes que componen los fondos fotográficos que custodia, cataloga y difunde el Archivo Municipal Pilar Aróstegui. "Supongo que los primeros días se me hará raro no ir", sonríe Javier Berasaluce Bajo ante su jubilación. Pero planes no le faltan. Su propia obra, de hecho, le reclama.
Queda una semana todavía para ver 'La piscina' en la sala Amárica. ¿Satisfecho con cómo ha sido recibida la exposición?
-Contentísimo. Mi primera aspiración siempre es hacer mi autobiografía fotográfica. La segunda, que la gente vea mi trabajo tanto a través de las redes sociales como, en este caso, de una exposición. Es un formato que siempre te da un plus. Te permite mostrar de otra manera. Por ejemplo, en este caso me ha dado la posibilidad de hacer unas fotografías de un gran tamaño que nunca había hecho. Llenar Amárica es complicado. En cuanto a la gente, creo que tengo muchos amigos (risas). Todo el mundo me transmite la sensación de que está gustando la exposición.
Cuando alguien que crea habla de algo tan propio o autobiográfico como es el caso, siempre existe la duda de qué va a leer o entender el público.
-Pasa lo mismo con quien escribe, por ejemplo. La gente luego lee e interpreta. Son fotografías hechas, por así decirlo, para mi propio servicio y de mi familia, porque forma parte, por supuesto, de mi biografía. Pero ha habido gente que me ha hecho comentarios curiosos. El otro día alguien me hablaba de la alberca, del sentido de recoger recuerdos en el agua y tal. Bueno, no lo había pensado así, pero vale. Es que de esto se trata también. Yo tengo mi motivación, mi visión, pero es genial ver que la gente hace sus lecturas.
Pero es exponer algo muy íntimo, que también incluye a terceros, a la familia.
-Ellas están encantadas (risas). Mis hijas siempre han vivido en un ambiente fotográfico, tanto por mi parte como por parte de mi familia en general. No les molesta en absoluto. Al contrario, creo que les gusta.
¿Hay mucho ojo crítico entre los más cercanos?
-Sí. Sobre todo de mi hija Sara. Estamos en una lectura continua de la obra del otro. Yo le digo lo que le tengo que decir de su obra y ella hace lo mismo al revés. Al principio, piensas: ¿qué me irá a decir esta cría? (risas). Luego te das cuenta de que es una artista joven que tiene muchas cosas que aportar. Por ejemplo, para hacer esta exposición en Amárica me ha dado unos consejos valiosísimos, empezando por insistirme para que me apoyara en un estudio de diseño externo para visualizar tanto la muestra como para hacer el catálogo. Ha sido fundamental contar con esa visión externa.
Está todo el día rodeado de fotografías de otros por su trabajo. Y todo el tiempo libre que tiene lo dedica a la creación fotográfica propia. ¿Demasiadas imágenes?
-En mi casa siempre había muchísimas fotos. En su día, unos tíos de mi padre empezaron a revelar. Tenían un laboratorio y hacían muchas imágenes. Estaban por casa siempre. Y mi padre, después, igual. Cuando tenía 12 o 13 años, mi padre me invitó a subir a su laboratorio para que viese cómo se revelaban las fotos. En ese momento dije: esto es lo mío, quiero dedicarme a esto.
Por cierto, ¿qué hacía un portero de fútbol dedicándose a la fotografía?
-Cuando mi padre jugaba en el equipo del pueblo, en el Amaikak-Bat, le fichó la Real Sociedad. Iba todos los días de Deba a San Sebastián a entrenar. Pero, claro, tenía huecos libres. Él era muy inquieto, le gustaba probar de todo, y pensó en aprender relojería. Había estudiado maestría industrial en los salesianos, en Deusto, y quiso aprender por si acaso podía ser una salida profesional. Aprendió, por supuesto. Cuando vino a Vitoria porque le fichó el Alavés, hizo amistad con Fede Arocena, del Estudio Arqué. A mi padre ya le interesaba la fotografía y Fede le invitó un día a ir al laboratorio. Mira lo que le entusiasmó que les compró una ampliadora y todo lo necesario para montarse un laboratorio en casa, que primero estuvo en Madrid y luego se lo trajo a Vitoria.
Le fichó el Real Madrid y es allí donde nació usted. ¿Nunca ha pensado en volver a su ciudad natal para quedarse?
-En serio nunca, pero siempre ha sido una ciudad que me ha atraído. Bueno, y la sigo visitando, claro. Alguna vez les pregunté a mis padres la razón por la que no se quedaron a vivir allí. Mi padre en su momento tenía cierta fama allí y podía haber montado cualquier cosa. Pero mi madre, que era de aquí, me dijo: porque nos dio miedo de vosotros, de lo que podía ser crecer en una ciudad tan grande.
Toda vez aquí, en realidad su inicio en al fotografía como medio de vida está vinculado a su faceta de profesor. ¿Cómo fue aquello?
-Me sentía cómodo. Estudié arquitectura técnica porque estudiar fotografía era impensable. Acabé la carrera aunque no me gustaba nada. Estuve trabajando un tiempo de aparejador, que todavía me gustaba menos. El Ayuntamiento de Vitoria sacó entonces una oposición para un proyecto de educación especial para chavales que habían dejado los estudios. La aprobé y aunque aquello se acabó, yo seguí dando formación en educación permanente de adultos, primero de otras cosas como matemáticas y después de fotografía. Me encantaba. Fue una época en la que estuve muy a gusto.
Le preguntaba porque se supone que estamos hoy en la sociedad de la imagen, pero no sé si estamos muy educados para leerla.
-No, en absoluto. El mundo de la imagen se ha convertido en una cascada interminable. Pero, ¿quién mira las fotos que saca con el móvil? ¿toda vez que has puesto esa imagen en tus redes sociales, la lees como parte de tu biografía, sabes lo que significa, qué motivación tenías cuando tomaste la fotografía? Casi nadie lo hace. En este mundo tan invadido de imágenes, va a haber una laguna cuando los archivos del futuro intenten ver nuestro presente. No damos a la imagen la importancia que tiene. Por ejemplo, no las guardamos. Las tenemos en un ordenado o en un móvil y cuando se estropean o los dejamos de usar, adiós. Se va produciendo continuamente pero la mayoría de esos millones de imágenes que se hacen al día se van a perder. Antes era un bien más escaso. Costaba dinero y se valoraba mucho más. Tenías un carrete y te pensabas mucho lo que sacabas. La toma con el móvil me parece interesante, pero requiere de cierta reflexión posterior que me temo que no se da.
Si usted se vuelve loco con los fondos que gestiona en el Archivo Municipal, no me quiero imaginar cómo puede ser el trabajo de un Javier Berasaluce Bajo de dentro de cien años.
-Imposible de saber. Es que no me quiero ni imaginar cuando alguien intente organizar mínimamente esto. Es que, como decíamos, estamos produciendo millones de fotografías al día. Seguramente habrá que cambiar el concepto de archivo.
Es a finales de los años 80 del siglo pasado cuando entra a formar parte del Archivo Municipal. Son años y años viendo miles de fotos tomadas por terceros. ¿Qué ha aprendido de mirar esas imágenes?
-Muchísimo. Para empezar, he aprendido a diferenciar al fotógrafo que tenía una capacidad de proyección de su personalidad en lo que estaba tomando, del que hacía fotos a lo loco. Esa diferencia es importante. Puedes sacar infinitas tomas distintas de un lugar, pero enseguida ves quién hace eso con criterio y quién no. Es algo que ha influenciado mucho en mí, en mi forma de hacer. Seré mejor o peor fotógrafo, pero siempre he buscado sacar lo que he querido y proyectar lo que pienso que es la vida en la forma en la que tomo mis imágenes.
En ese trabajo del Archivo, hay una labor muy desconocida que es la de conservación. ¿Es lo más costoso?
-Depende, porque el material más antiguo es el más cuidado. Tiene su lógica. El fondo con el que se fundó el Archivo es el de Enrique Guinea. Era un señor bien de Vitoria. Tenía dinero, quiero decir. La fotografía era muy cara y él era consciente de que los materiales que usaba los tenía que cuidar. Se nota en su fondo que todo está muy bien tratado. Sabía muy bien, técnicamente, cómo tomar las fotografías, y también cómo hacer las cosas en el procesado, que es el proceso más importante para la conservación. Positivas una placa de Guinea y es como si estuvieras positivando una fotografía tomada ayer.
Hoy es el día en el que muchas tiendas de fotografía de Vitoria están cerrando y donando sus fondos al Archivo. Son negocios que no van a regresar. ¿Estamos perdiendo como ciudad?
-Sí. Vete a comprar ahora una cámara en Vitoria. ¿Dónde vas? O vas a una gran superficie o a internet o está complicado. No puedes ir a ese sitio en el que antes te daban un trato específico. En el gran centro comercial o en internet, nadie te va a decir nada. Compra y ahí te las arregles. Eso empobrece a la fotografía. El fotógrafo se ve sin información de cercanía. No quiero decir con esto que la vida fuese antes mejor, sino que hay facetas en las que, bueno, igual no estaría de más recuperar algo.
Es también un creador digital que usa las redes sociales para difundir sus obras. ¿Cómo se mueve en esos ámbitos?
-Malamente (risas). No domino algunas cuestiones, como cuando mi hija me dice que lo mejor para poner una fotografía en Instagram es tal día a tal hora, por ejemplo. Noto que no es lo mío. Prefiero usar mi tiempo en revelar (risas). Uso las redes sociales porque veo que a la gente le gusta acercarse a lo que hago, pero me muevo mal.
¿Hay relevo generacional en la fotografía artística en Álava?
-Sin duda. Hay gente muy interesante. Además, son personas que, por fortuna, se están pudiendo mover mucho por el mundo y eso ayuda a ver otras corrientes, otras formas de hacer. Aquí hay gente con mucho talento, que además lo está demostrando fuera.
Muchos de esos jóvenes artistas están mezclando la fotografía con otras disciplinas artísticas. ¿Le gustaría afrontar algo así?
-Quizá. La fotografía siempre ha ejercido sobre mí una atracción bestial. Me parece algo sencillo. La técnica no tiene mucho secreto. Pero produce, a veces, efectos muy complejos. Me interesa la fotografía que me sitúa en un momento, en una emoción. Por eso tal vez me inclino por una fotografía más pura a la hora de ser expuesta, sin que eso signifique que no me guste esa mezcla que mencionas. Al contrario. Solo que yo no me veo en ese campo.
Puede presumir de una larga lista de premios.
-Eso sienta bien a todo el mundo (risas).
Y de tener obra en colecciones como la de Artium.
-Eso, sin duda, es un halago a tu orgullo. Pero el otro día le escuchaba aquí a Julio Llamazares y el decía que a él lo que le gusta es escribir, que todo lo demás, muy bien, pero que él quiere escribir. Me pasa lo mismo. Si me dijeran que tras recibir el premio más importante del mundo tengo que dejar de hacer fotos, no lo querría. Ese periodo entre la toma y el procesado es algo que me llena muchísimo. Vivir para fotografiar es uno de los mayores alicientes que siempre he sentido. Estoy viviendo mientras fotografío.
Toca abandonar su segunda casa, el Archivo. ¿Sentimientos encontrados por la jubilación?
-Sí. Imagina, son 33 años allí, rodeado todos los días de fotografías. Es una sensación agridulce. A mis amigos les suelo decir que nunca he tenido sensación de trabajar. He tenido la suerte de trabajar en lo que siempre me ha gustado. Pero bueno, tengo cosas esperándome. Tengo mi propio archivo, que es bastante grande ya, y tengo que empezar a digitalizarlo de manera sistemática. Cuando termine La piscina, tengo en mente un fotolibro. Tengo una serie de retratos que se titula No todavía, que es la candidata para hacer ese fotolibro. Pero veremos.