ay amores que no conocen fin y ese es el caso de Vitti, a la que Italia recuerda estos días emitiendo algunas de sus películas más aplaudidas o documentales como Vitti d’arte, Vitti d’amore. La actriz nació en la Roma fascista de 1931 y se enamoró de los teatros mientras su país se hundía en la II Guerra Mundial. El primer paso de su carrera fue cambiar su nombre ya que Maria Luisa Ceciarelli era difícil de pronunciar. Su debut fue con 14 años, haciendo de anciana con una peluca blanca en la obra teatral La nemica (1916) y aquella noche acabó con ovación. Su éxito fue tal que una revista vaticinó que “si esa niña no se convierte en una gran actriz, será por una desgracia o por exceso de gracia”. Y los augurios se cumplieron. Su vis cómica, su mirada intensa y misteriosa, su melena rubia y su tono de voz dieron un color distinto a los clásicos de Shakespeare, Moliére o de Bertolt Brecht, atrayendo sin remedio al gran cineasta Michelangelo Antonioni.
Lo que empezó como una amistad, mutó en amor y después en una prolífica relación artística, pues fue Antonioni quien la introdujo en el cine más intelectual, contando con ella por primera vez en Il grido (1957), como dobladora del personaje de Dorian Gray. Después llegarían sus papeles más recordados, sobre todo para la conocida como Trilogía de la incomunicación de Antonioni, un mosaico de sentimientos y silencios con el que llegó al extranjero. El cine italiano dejaba atrás el Neorrealismo que se impuso tras la II Guerra Mundial y se adentraba en algo nuevo, más intimista, y Vitti estaba en primera línea de aquella vanguardia que dejaba de lado lo popular para centrarse en la burguesía. Así llegó Deserto rosso (1964) y el León de Oro a Antonioni, que ante el jurado de Venecia, públicamente, reconoció el influjo de su compañera en su aplaudida obra.
A finales de los sesenta la actriz se dedicó sin embargo en cuerpo y alma a un género para el que estaba especialmente dotada, la comedia all’italiana, metiéndose al público en el bolsillo. Vitti divertía al público con cintas como La ragazza con la pistola (1968), de Mario Monicelli; Dramma della gelosa (1970) de Ettore Scola, y La cintura di castità (1967) o Amore mio aiutami (1969), de Alberto Sordi, con quien fraguaría una amistad eterna.
La actriz, hasta poco antes representante del cine más profundo y comprometido, ahora hacía reír, separando su imagen para siempre de otras divas como Gina Lollobrigida o Sophia Loren. Monica Vitti era la única mujer capaz de estar a la altura, cuando no hacer sombra, a los llamados cinco coroneles del cine italiano, los actores más admirados: Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni y Sordi. De hecho se le considera un ejemplo de emancipación femenina que, con sus muchísimos papeles, ha representado la evolución social de las italianas en las últimas décadas. Tras reinar en las pantallas italianas durante décadas y decenas de títulos, Vitti se animó a debutar en la dirección con Scandalo segreto (1990), pero pronto sufriría un doloroso revés, el incendio de su casa romana y de los recuerdos que custodiaba.
Con el nuevo milenio, la actriz, que en los últimos años se había dedicado a enseñar a los jóvenes intérpretes en la Academia de Roma, donde ella empezó, se retiró de la escena pública a causa de una enfermedad degenerativa que sigue velada por cierto tabú.
Su debut fue con solo catorce años, haciendo de anciana con una peluca blanca en la obra teatral ‘La nemica’ (1916)
Atrajo a Michelangelo Antonioni y lo que empezó como una amistad, mutó en amor y después en una prolífica relación artística