Es algo que debería hacer reflexionar al certamen pero sobre todo a quienes lo apoyan tanto desde lo público como desde lo privado, a los espectadores habituales del evento y a la capital alavesa en su conjunto. Son varios los músicos de relevancia que este año han pasado por Vitoria que en sus conciertos han hecho mención explícita a la referencia que es el Festival de Jazz de Gasteiz y la ilusión que tenían de acudir con sus proyectos después de pasar años viendo las actuaciones de otros entre el público o a través de la televisión. De vez en cuando, es bueno escuchar estas cosas, no ya para alimentar el ego, sino para ser conscientes del valor que tiene lo que se hace, la responsabilidad que ello conlleva y la necesidad de, respetando lo conseguido, saber avanzar para asegurar el futuro.

Que este 2021 se haya podido llevar a cabo la cuadragésimo cuarta edición que en 2020 no pudo ser a causa de la pandemia, es la mejor noticia que se podía dar. Solo ya por eso, el balance de este año tiene que ser en positivo a la fuerza. Pero sin perder de vista esta cuestión, es necesario ir más allá porque a pesar de que el nivel general del evento ha sido bueno en lo musical, incluso con algunos momentos brillantes, lo cierto es que la sensación es agridulce. Y lo es porque, no solo por el coronavirus, la música no lo ha sido todo estos días.

La pandemia le ha pillado estos dos años al festival en pleno cambio interno. No es el mejor escenario para afrontar las novedades que se quieren introducir, de eso no hay duda. Además, es muy fácil programar desde fuera sin tener en cuenta todos los factores que están sobre la mesa. Aún así, y aún entendiendo la excepcionalidad del momento, hay circunstancias que se deberían analizar porque ya antes del miércoles era evidente que iban a dar problemas.

Por ejemplo, ha habido mediodías en los que los conciertos propuestos se han ido casi a las tres horas de duración entre unas cosas y otras, lo que se ha traducido en desbandadas generales a la hora de comer. Y ha habido varias jornadas en las que espectadores que tenían entradas para la tarde en el Principal y el Iradier han hecho carreras por medio de la ciudad para poder llegar a tiempo. Al público hay que cuidarle, en todos los sentidos.

En lo que se refiere al cartel, el certamen ha conseguido mantener un buen nivel, sobre todo en el Principal. Lucía Martínez ha ofrecido el mejor concierto de este año, aunque se han podido disfrutar y compartir actuaciones de altura con Anne Paceo, Thumbscrew, CMS, Antonio Sánchez, Pablo Martín Caminero, Gonzalo del Val Trío, Moisés P. Sánchez y Kathrine Windfeld. Ello asumiendo que en circunstancias normales casi ninguno de estos artistas hubiera sido el, por así decirlo, cabeza de cartel. Este 2021 ha permitido eso, poner en valor a quienes suelen estar tapados, y en este aspecto se ha acertado, aunque el festival podía y debía haber recurrido más a las escenas portuguesa y francesa, por ejemplo.

Aún así, aunque el nivel musical ha sido más que aceptable, el público no ha acompañado como era deseable, salvo en el caso del Principal y la jornada del sábado en el Iradier. Aquí se pueden encontrar varias razones, como el hecho de que el cartel se conociese a un mes de la celebración de la cita. La ausencia de grandes nombres con tirón comercial, que no se haya hecho publicidad en la ciudad, que no se puedan hacer conciertos paralelos en bares o similares con el ambiente que ello genera, y otras cuestiones han jugado en contra. Sin perder de vista que durante años ha habido una parte del público habitual de Mendizorroza que ha acudido más para dejarse ver que por la música, y claro, en este momento ese interés ha quedado neutralizado.

Pero hay otro factor que no se puede perder de vista, que ha estado en el centro de todas las conversaciones hasta casi la extenuación y que ha marcado esta edición, el Iradier Arena. El trabajo que se ha hecho para acondicionar de manera temporal este espacio para acoger actuaciones entre mayo y principios de octubre es encomiable. La pandemia exige esta excepcionalidad. Pero no se puede querer convertir en norma algo que debe tener un principio y un fin. El espacio está pudiendo mantener unos mínimos, pero no es suficiente para mirar al medio y largo plazo. No se puede estar en un concierto y escuchar más al tren que pasa por las cercanas vías. O estar viendo que un músico toca un instrumento que cuesta percibir. O estar en un invernadero que no puede abrirse y en el que es fácil sentirse en una sauna o en un frigorífico dependiendo el día. Todo ello sin entrar a hablar de los edificios vecinos al coso.

A varios músicos se les ha impedido dar bises cuando el público los pedía y los intérpretes estaban con ganas porque los conciertos de tarde-noche en el Iradier tenían que acabar a las 22.30 horas por imperativo. Solo ese detalle ya habla por sí solo. La plaza debe cumplir su papel estos meses, pero si se quiere usar más, tiene que ser sometida a una reforma en profundidad. Un edificio que tiene 15 años, por cierto. El Festival de Jazz, por su parte, sí o sí solo se puede celebrar en 2022 en Mendizorroza.