- Se ha mutilado el cuerpo, se ha desnudado, se ha quedado quieta mientras una persona le apuntaba con una pistola cargada y se ha sentado cientos de horas a mirar desconocidos. Marina Abramovic (Belgrado, 1946) lleva medio siglo explorando los límites de la performance, y con ello se ha convertido en un artista de referencia y, de paso, en una estrella mediática.

Abramovic, que ayer fue galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2021 por su carrera, lleva medio siglo experimentando con el cuerpo, la mente y reflexionando sobre su relación con el público. Primero con sangre, violencia y fluidos; y, en la última etapa, centrada en la meditación. Su obra la ha convertido en una estrella para el gran público, categoría pocas veces reservada para una artista contemporánea, menos aún, siendo mujer. Aunque ella asegura que serlo nunca ha sido un obstáculo porque “el arte no tiene sexo, puede ser bueno o malo, nada más”.

Antaño le gustaba referirse a si misma como “la abuela del arte de la performance”, y desde luego fue una de las pioneras de este género por derecho, pero recientemente reconoció que el apelativo ya no le gustaba. Abramovic prefiere ahora la palabra “guerrera”, y desde luego, su capacidad para reinventarse con el paso del tiempo hace honor a la palabra. Su trabajo le ha convertido en una artista con tantos seguidores entre el gran público, como suspicacias entre la crítica contemporánea.

Sus inicios fueron más que modestos, creció en Belgrado y su infancia no fue fácil. Sus padres fueron guerrilleros yugoslavos comunistas y sus abuelos religiosos, la combinación resultó explosiva para esta joven yugoslava que fue a la Academia de Bellas Artes y que reconoce que al principio quisieron encerrarla por loca. En una de sus primeras representaciones, en 1974 en una galería de Belgrado (Serbia), colocó un centenar de cosas en una mesa e invitó al público a usarlas con ella de la forma que quisiera. Había plumas y rosas, pero también una pistola con balas y un cuchillo. Seis horas después se marchó del lugar ensangrentada y hecha un mar de lágrimas.

Al principio la gente fue amable, luego ya no tanto. Eso era justo lo que buscaba Abramovic, que ha explorado de manera incansable la relación con el público y lo sigue haciendo hoy en día, a sus 75 años.

Este tipo de trabajos le granjearía un lugar en la historia como pionera del género y cierta fama en los reducidos círculos del arte contemporáneo. Años después llegarían los trabajos con Ulay, su entonces pareja, con los que exploró el ego y la identidad. De aquella época queda la performance que hicieron por su separación: The Lovers (1988). Ambos caminaron al encuentro del otro desde dos puntos de la Gran Muralla alejados por 2.500 km, anduvieron durante meses y se encontraron en el medio para decirse adiós. No hay límite entre la vida y el arte para Abramovic y ahí reside gran parte de su éxito.

En solitario ganó más notoriedad. La carta de presentación final para el gran público fue la performance de 2010 en el MoMA, The artis is present (El artista está presente). Se sentó ocho horas al día durante tres meses ante el público: la gente hacía colas durante horas para sentarse frente a ella y simplemente mirarle a los ojos. La exposición atrajo a 850.000 visitantes. Algunos la consideran una simple provocadora, otros una de las mejores artistas de su generación. La historia decidirá su lugar, aunque ella ya ocupa un lugar en los libros de historia de arte por derecho propio.