uando lo grave se entremezcla con lo frívolo el resultado es una catástrofe. En la historia de Rocío Carrasco, hija de famosa pero víctima de maltrato al fin, confluye el drama de la violencia machista con la vileza del show mediático. La tele de Berlusconi reunió a casi cuatro millones de espectadores solo en una noche alrededor de uno de los problemas humanos más serios, obteniendo una jugosa recaudación publicitaria. Suma y sigue. Lo malo es que un asunto tan delicado se tratase en el canal de la telebasura, donde todo es sucio y necio. Se escenificó en el peor lugar imaginable y de la forma más abyecta. Es un cruel sarcasmo denunciar la violencia de género en una televisión degenerada.

Lo sangrante del documental Rocío: contar la verdad para seguirviva es que ese modelo corrosivo de comunicación, a través de contertulios sin escrúpulos, ha conducido a esta pobre chica al borde del suicidio, al tildarla de mala madre y mil agravios demoledores durante dos décadas y apoyar el falso relato de su expareja, Antonio David, manipulador y agresor. ¿Cuándo entenderán las mentes simples que el ultraje psicológico es el más difícil de probar? Hasta una ministra de la nueva vieja política decidió participar en el circo con un mensaje. Ahora todas esas lenguas viperinas se confiesan culpables y exhiben rostros impostados de pesar. Deberían despedirlos a todos, todas, oficiantes del estiércol.

¿Se podrían calcular los daños sociales y éticos causados por la telebasura en treinta años? Este país y su gobierno deberían atreverse, por autodefensa, al cierre de Telecinco (las cadenas privadas son concesiones estatales) y de la productora La Fábrica de la Tele, proveedora de excrementos a granel. Pero no, todo seguirá igual después de Rocío, con el cínico Berlusconi en su bunga-bunga riéndose de la estupidez española.