El origen de esta película deslumbrante y sutil nace de un hallazgo personal, de un tesoro desenterrado que, como todos los tesoros que de verdad han sido, vale si quien lo mira quiere y sabe apreciarlo.
Dicho de otro modo, a partir de la vieja creencia de Duchamp sobre el arte y la mirada, recuerdan aquello que sostuvo para inaugurar el Arte Contemporáneo, de eso, de arte y de saber mirar para mejor ver, habla y se nutre My Mexican Bretzel, un filme construido a partir de reliquias en cuya reordenación, su guionista y realizadora, la catalana Nuria Giménez Lorang (1976), bucea en la memoria de sus ancestros. Se dirá que Nuria Giménez no ha inventado ese reordenamiento y se dirá bien. Antecedentes los hay y la mayoría son apreciables. Por ejemplo, el Alan Berliner de sus primeros trabajos: The Family Album (1986), Intimate Stranger (1991) y Nobody's Business (1996), quien mostró fehacientemente cómo es posible reinventarse a través de los otros. Más cerca, y posiblemente más (re)conocido por Nuria Giménez Lorang, pervive la que sigue siendo probablemente la mejor obra de Guerín: Tren de sombras.
En My Mexican Bretzel también hay sombras, las que emanan de percibir que su narradora está fabulando con recuerdos prestados. Cierto que ese préstamo proviene de su propio origen, según declaraciones de la propia realizadora, "un total de 50 bobinas (la mayoría de 16mm, el resto de 8mm)" recuperadas del sótano de la casa de su abuelo materno. Al parecer, tras la muerte de Frank A. Lorang, su hija y su nieta se desplazaron a la casa paterna de Suiza y allí, donde se almacena lo que pertenece al pasado y muchas veces al olvido, esperaba lo que durante años el abuelo había filmado; y de aquellas huellas nace este descubrimiento.
Durante semanas, meses y años, Nuria Gimenez Lorang repasó segundo a segundo las grabaciones familiares. En ellas estaba su origen, en la relación filmada de sus abuelos maternos; con ellas iba a escribir su futuro. Así fue como Nuria Gimenez, mirando como miraba su abuelo, dio con un hilo conductor, hacer una suerte de diario en el que le acompaña un imaginario referente espiritual que responde al nombre de Paravadin Kanvar Kharjappali y que no representa sino el gran trampantojo con el que la realizadora se apropia de las imágenes para dar salida a un hermosísimo ensayo lírico.
Describir el proceso que ha utilizado Nuria Giménez Lorang para remontar las 29 horas filmadas por su abuelo, no explica la fuerza inaprensible que sacude el filme, esa capacidad de seducción que hace que los 72 minutos de su duración se escurran como un suspiro.
En My Mexican Bretzel se impone el protagonismo sonriente, vital, casi idílico de Ilse G. Ringier, la abuela de Nuria Giménez a la que su abuelo filmó siempre que pudo. Ella preside la imagen donde resuenan con fuerza pero en silencio las palabras escritas de Nuria, sus reflexiones y sus juegos literarios. Nunca un texto escrito sobre el sobrecogedor silencio de la imagen logró resultar tan atronador.
Siete años de trabajo y buenas compañías, de Isaki Lacuesta a Andrés Duque, han moldeado un filme de fragmentos heredados hasta alumbrar una reflexión íntima y personal; un relato escrupulosamente medido, pulido y encuadernado donde nada se ha dejado al azar. El equilibrio de color, la ajustada e inspirada banda sonora, el montaje, el ritmo y, sobre todo, el texto, un guion de alta densidad poética y delicado reposo interior... enriquecen un proyecto en apariencia modesto. Lejos, muy lejos, de las convencionales maneras del cine comercial, si algo reclama la existencia de una gran pantalla son este tipo de pequeños filmes cultivados con cariño extremo, con alto talento y con inteligente sensibilidad.