En memoria de Pilar Vázquez,

madrina de muchas

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"Canta, es mejor si vienes, tu voz hace falta, quiero verte en la ciudad". Así termina mi hermana Olaia su carta. Tiene diecinueve años, doce menos que yo, y se trata de un verso del estribillo de una canción que me enseñó nuestra madrina Sula, abreviación de Úrsula. Nuestra madrina murió cuando Olaia era pequeña, pero yo luego me encargué de enseñarle la canción. Hace un rato cerré con fuerza los ojos para no emocionarme demasiado. Es temprano; he venido a leer la carta junto a los fresnos, en la zona de la presa romana. El fuerte ruido del agua cubre los demás sonidos, el viento sopla frío y limpio. En La Equidad, la mayoría aún duerme. "Muchas veces decidimos que un resultado es sumamente improbable o imposible que ocurra porque somos incapaces de imaginar una cadena de eventos que pueda ocasionar que ocurra". Estas palabras las leí en un libro titulado Deshaciendo errores. No creo poder deshacer ningún error, pero ya van cinco años aquí, y han pasado cosas, Olaia, que me ayudarán a darte una respuesta.

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Tú aún vivías lejos con el abuelo cuando anuncié que me iba. Te cuento ahora lo que casi todos me dijeron: que no me hiciera ilusiones. No es que hubiesen olvidado cómo era vivir en el lugar que iba a dejar. Quizá solo se habían acostumbrado a mirar ese lugar desde dentro, pues la distancia también se pierde.

Habíamos pasado por años de miseria pero también de huelgas y motines. El discurso según el cual la pandemia puso en evidencia la fragilidad de los humanos, así, en general, pronto perdió fuelle. En una sociedad desigual había también distintas fragilidades; ni la fragilidad ni la muerte igualaban a las personas. Muchas se rebelaron contra esa retórica, contra ciertas formas de la antropología que insistían en poner el acento en las semejanzas a costa de soslayar los privilegios que generan diferencias. Muchas constataron que eran ellas y no los dueños de las empresas o de los pisos en alquiler quienes se habían jugado la vida durante la pandemia para mantener la producción y la distribución de objetos, alimentos y recursos necesarios, para cuidar y proteger. Entonces se alzaron buscando otra vida donde las decisiones se tomasen de verdad en común y nadie se viera en la obligación de poner su destino en manos de quien tenía el poder de dar o quitar trabajo, de dar o quitar la vida. Hubo un periodo de caos fértil; crecieron las iniciativas, las cooperativas, las empresas y fábricas liberadas. Pero el acoso aumentó, y ya entonces empezaron las divisiones y concesiones de las que no cesas de hablarme en tus cartas. Los proyectos cayeron; regresó la inercia; el lugar no comunal, el único conocido, se hizo más autoritario. Aumentó también la represión, Olaia, y esa vigilancia que hoy se interpone cuando queremos comunicarnos.

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Dices que nada cambia, que la organización, la resistencia y la creación de mundos siguen aún replegadas en cada cuerpo. Tatuados, transformados, en mutación, a menudo solos aunque virtualmente unidos, ejecutan, como entonces, un movimiento a la vez insumiso y humillado, un plan no trazado, y sin embargo real, de romper los límites de la piel, de rechazar la identidad asignada, los propósitos no queridos, los proyectos impuestos. Dices que hay luchas dispersas, y solo un método de lucha generalizado: la escritura perpetua mediante imágenes, bits, sustancias consumidas, untadas sobre la piel, palabras filmadas, reproducidas. "Consumimos aire, sueños, identidad, relación, alma", escribió alguien hace tiempo. Veo que se sigue cumpliendo. Entretanto, lo insoportable, la desigualdad, el agotamiento de los recursos, las crisis cada vez más próximas entre sí se convierten en irremediables.

3

Cuando me fui, iba a cumplir veintisiete años. Acababan de desalojarnos de la casa ocupada donde vivíamos, y ya nadie quería repetir. Éramos seis, pero tanto quienes se habían emparejado como quienes no decidieron alquilar. Aunque no les llegase el sueldo, se habían cansado de limpiar locales que habían sido abandonados por fondos buitre para especular con ellos, se habían cansado de pintarlos, adecentarlos, repararlos, darse a conocer al vecindario, ayudar a las personas más mayores, colaborar con los hogares monoparentales, llevar la basura del barrio a contenedores repletos de otras calles porque en esa no había, y, después de todo: el juicio, la amenaza de multa, la espada de Damocles del desalojo. Practicábamos la delicadeza, Olaia. Nuestro combate estaba en otros ámbitos, cuando nos quedaba tiempo. Acudíamos a la ocupación solo como una forma racional de acceder a una vivienda que nadie usaba. Pero lo racional en un lugar irracional exige una energía que se va acabando. Y, después de la época de las huelgas, la persecución era cada vez más violenta y veloz.

En mi entorno, sin embargo, me animaban a perseverar, pues, con un poco de suerte, quizá ya solo necesitase ocupar una vez más. Luego encontraría un trabajo algo mejor, y podría buscar un alojamiento legal para alcanzar precisamente aquello de lo que había decidido huir: la vida en mi correspondiente caja de cerillas, ganada con fatiga y ansiedad. La vida de uno en uno, o de dos en dos. Durante el día, el trabajo; luego, la compra, la limpieza, la angustia del dinero, la cena, la pantalla, la escritura, el sexo, la química, y extraer de las cañas del sábado y del desayuno del domingo una alegría real, la única, la necesaria para continuar, habítame, no escapes, quédate en este tiempo compartido, volveremos. Con los años, acaso, si nos libráramos de las catástrofes que se multiplicaban, pequeñas, medianas, particulares, abundantes, siempre más duras con los débiles y más benévolas con los fuertes, si saliéramos indemnes, lograría quizá tener una o dos criaturas y enseñarles las imposibilidades que podrían ser posibles. Pero cómo, pero cuándo.

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Desde que tomé la decisión de irme, fui desprendiéndome de cosas. Para el equipaje necesité solo una parte de los cincuenta litros de espacio en mi mochila negra y azul. Algunas prendas de vestir, unas deportivas y unas zapatillas de taichi, un neceser, tres libros, algún recuerdo y un bloc de notas. Las botas las llevaba puestas. Fue entonces cuando te di mi ordenador portátil junto con mi bola de nieve con música; a Juan y a Nina les di mi ajedrez de madera labrada. Dejé sobre la mesa una nota de despedida y gratitud. Eran años de batirnos juntos, se habían convertido también en mis hermanos, hermanos de vida, les tenía muchísimo cariño. Luego, fregué las tazas blancas y los platos de loza de Ikea del último desayuno que compartimos con premura y somnolencia, como siempre los días entre semana, y salí hacia la estación de autobuses.

"Ilie se va al campo", era la frase de mi gente. Yo no quise dar detalles; si lo que había leído y me habían dicho era verdad, allí tampoco querían que se supiera del todo lo que estaban haciendo. Solo alguna madrugada, cuando el alcohol o la marihuana deshacían los últimos filtros de timidez y cautela, comenté que no me iba a un sitio, sino a una manera de vivir, a un estado ni sólido ni líquido ni gaseoso, ni siquiera plasmático, sino aún por definir, un soplo constante en diálogo con todo lo viviente. Rieron, y reí, como cuando alguien suelta un comentario chistoso y medio excéntrico. Luego seguimos tratando de hacer del tiempo algo distinto de un mensajero de la ruina y el final.

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