n otro tiempo, tanto In the Dusk (En la oscuridad) del veterano y venerado cineasta lituano ?arunas Bartas, como el filme cien por cien estadounidense aunque dirigido por el cineasta español Antonio Méndez Esparza, Sala del juzgado 3H, hubieran sido destacados como trabajos descollantes; visto cómo se está comportando la 68ª edición del SSIFF ambos no lo tendrán fácil para brillar en el palmarés de los mejores trabajos de este año sin que eso signifique que carezcan de méritos. En realidad ambos ofrecen muchos recovecos de calidad, muchos asideros de interés, pero los dos parecían estar llamados a ser títulos más incuestionables, más sólidos, más ambiciosos y mejor cerrados.

Empecemos por el filme de Bartas, una película que sobrevuela por las ruinas nacionales de la Lituania del final de los años cuarenta, cuando tras los desgarros que dejó el nazismo y el ejército alemán en la población civil, sobrevino la apisonadora soviética para exterminar la resistencia armada interior echando sal a una herida que todavía supura dolor. Dicho de otro modo, de lo que habla In the Dusk (En la oscuridad) es de aquel instante apocalíptico cuando, tras la masacre del holocausto judío, sobrevino el genocidio de la demencia stalinista. Muerte sobre muerte para reducir a la nada a ese pequeño país europeo que lleva años confiando en ?arunas Bartas como ese gran director que les representa en el mundo.

Y Bartas, un director de cine de hielo y contemplación, se enfrenta a la crónica de su propio país como si fuera un retablo de figuras heladas, figuras que antes fueron de carne y hueso. Es como si hubiera moldeado a sus actores a partir de espectros de un museo de cera. Articulada en secuencias a modo de pequeños episodios más o menos engarzados entre sí, despliega su análisis ubicándose en una cartografía que limita al sur con el Bela Tarr de El caballo de Turín (2011) y la tradición del cine polaco de la denominada “inquietud moral”; y, al noreste, con las crónicas bélicas del Klimov de Masacre: Ven y mira (1985).

En ese evocar y convocar lo que hicieron otros, en su abierta voluntad de evidenciar mucho estilo y ninguna concesión, Bartas se resquebraja por culpa de sus reiterados subrayados. Hace demasiadas congelaciones narrativas de difícil justificación. Cada capítulo parece abrirse como una de esas composiciones del barroco español. Sus personajes permanecen aprisionados por el tiempo y el espacio.

Con ellos, con gesto impostado y actitud artificial, el relato se ubica en un espacio perdido de la Lituania del final de la Segunda Guerra Mundial. Los supervivientes: partisanos, terratenientes, sirvientes y soldados rusos, rumian el inminente cambio que sobreviene. Sobrevuelan dos grandes mentiras: los pobres serán iguales que los ricos y los soldados comunistas traerán la libertad pisoteada por los perros de Hitler. Traidores y resistentes, héroes y bandidos protagonizan un descenso infernal, un baile funerario de atmósfera densa y de verbo extraño.

Todo desemboca en un final cruel, en el paroxismo de un epitafio demasiado previsible y ostensiblemente orgulloso de su propio saber al servicio del ministerio de propaganda lituano. Pese a ello, la fortaleza de Bartas, su voluntad de ser fiel a sí mismo aún a costa de tomar el nombre de Bresson en vano, depara un puñado de imágenes deslumbrantes y algunas sacudidas de indiscutible impacto.

Pero las promesas que despertó su presencia en el SSIFF, como película que había sido seleccionada para el festival de Cannes, esas promesas no se cumplen del todo.

Cine de rigor y compromiso

El otro título a competición en la sección oficial ha sido gestado por Antonio Méndez Esparza; un profesional español que lleva años viviendo en el sur de EEUU. Méndez hace tres años vino con La vida y nada más, un filme que repetía el título de una película de Tavernier pero con un contenido muy distinto. Aquella reflexión sobre el racismo -micro y/o macro, evidente o con sordina, en el país de los sueños de Hollywood- que en este momento cobra el valor del presagio, mereció el premio de la crítica especializada, FIPRESCI, y bien podía haberse llevado cualquier otro galardón.

En Sala del juzgado 3H, Méndez ratifica lo ya sabido, practica un cine de rigor y compromiso. No pierde el tiempo en banalidades ni edulcora nada; no masajea al público, antes bien lo interpela hasta incomodarlo. En esta ocasión, el sujeto de su recogida de testimonios no es otro que el de un tribunal de Florida especializado en tutelar el derecho de niños en situación de abandono o maltrato porque sus progenitores o no son capaces o conforman esos hogares de violencia y miedo. Durante horas y horas, Méndez ha ido recogiendo citas y juicios con niños, padres, abogados y testigos. Con todo ella va tejiendo una urdimbre que se engarza de manera orgánica, sin culminar ningún relato, sin ceder el centro a ningún caso concreto.

Como un impresionista de la realidad, la cámara de Méndez testimonio a testimonio, intervención a intervención, pone sobre el escenario del juzgado de Florida una cuestión que es la que acaba ocupando todo el protagonismo del filme: la impotencia de juzgar algo que se resiste a un veredicto unívoco sobre la inocencia o no de los implicados.

Con Sala del Juzgado 3H, el director español nos recuerda lo que en 2017 ya supimos, que se trata de un cineasta puro, que es un director serio. De ahí que su cine huya tanto del sensacionalismo como de los discursos maniqueos. En su proceso no es difícil percibir el legado sagrado de los documentalistas y ensayistas de pura sangre como lo fueron Jean Rouch y la larga lista de documentalistas franceses. A la vista del resultado final, centrado en su segunda mitad en dos casos de sentencias contrapuestas y en ambos con la duda razonable de saber que todo se levanta sobre un suelo de cristal siempre susceptible de ser reconsiderado, se impone esa lectura adulta, intelectualmente honesta y cinematográficamente coherente.

En su contra, pesa la austeridad de la propuesta; esa enorme humildad de un discurso que parece solo una colección de imágenes robadas a un tribunal tutelar de menores cuando en realidad forja un vertiginoso viaje al insatisfactorio mundo de aplicar la justicia queriendo ser verdaderamente justo.