saber de cuándo data este calificativo dedicado a los donostiarras; "kaskariñak" viene a ser algo así como ligeros de cascos, gentes siempre dispuestas a la chanza y al buen vivir. El donostiarra Pío Baroja fue menos benévolo, y me los describió como "ramplones y rastacueros"
Hoy resultaría, cuando menos, arriesgada la pretensión de definir a un pueblo en el que se entremezclan supuestos "donostiarras de toda la vida", viajantes de comercio, ejecutivos, inmigrantes y gentes de paso. Como en todas partes. Porque "el donostiarrismo" no existe, y si existe es con la pretensión de escaparate que suele obsesionar a sus fuerzas vivas.
Si alguna característica atisbará el visitante en Donostia será -además de un provincianismo entre fatuo y remilgado que no lo da el pueblo, sino quienes lo dominan y conducen- es precisamente esa propensión al escaparate que lleva a los próceres a echar para adelante iniciativas con variaciones sobre un mismo tema. Y el personal, así acostumbrado, se ha acogido al hábito de mirar lo que le echen. Ya sean fuegos artificiales, ya carrozas carnavaleras, ya exhibiciones de la belle-époque o cualquier otra expresión de la farándula, como en otros tiempos se plantaba a mirar desfiles o procesiones. Las masas, como en tiempos romanos, se apuntan al pan y circo y colapsan el centro cada vez que se les ofrece algo a la vista.
Y todavía es más grave constatar que, en cuantas ocasiones el personal más activo lo ha intentado, ha sido devuelto al orden del asiento y la platea. Que las fuerzas vivas espeluznan cada vez que iniciativas populares se echan a la calle por su cuenta y riesgo y fuera del programa, llámense txoznas populares en la Semana Grande, o bocata y bota de vino en el Festival de Jazz, o simplemente expresiones caóticas —como deben ser, entendida la fiesta como caos lúdico—, incontroladas y con intenciones de participación.
Si exceptuamos la mágica noche de la víspera de San Sebastián, y sólo por unas horas locas, en Donostia el personal no participa. Mira. Y, a juzgar por la obsesión de, por llamarlos así, los responsables oficiales de animación, parece que esta característica tan descarada de los ciudadanos de Donostia está condenada a pervivir en el puro espectáculo.