- El último vendedor de prensa ambulante de París es un paquistaní de 67 años que se llama Ali Akbar. Lleva 47 recorriendo las calles de la rive gauche y, aunque hace dos que se jubiló oficialmente, se resiste a dejar el oficio: “El descanso definitivo llegará en el cementerio. Mientras siga vivo, no pararé”.
Su horario empieza al mediodía y no termina hasta haber vendido 50 ejemplares diarios del vespertino Le Monde: “Puedo acabar a las seis, las siete, las ocho, las nueve e incluso las diez”, cuenta a Efe. Su menuda figura no pasa desapercibida entre habitantes y turistas en el Boulevard Saint-Germain, la plaza de Odéon y la estación de metro de Sèvres-Babylone, vértices de una zona triangular de trabajo por la que llega a recorrer hasta 20 kilómetros al día. Los peatones y clientes de bares y restaurantes son su público potencial. “¡Le Monde, Le Monde, Le Monde!”, grita unas veces como reclamo.
Otras muchas más recurre a noticias falsas o a bromas para llamar la atención: lo mismo se inventa un embarazo de la primera dama francesa, Brigitte Macron, que anuncia victorioso el hallazgo de la cura del coronavirus. “Hago bromas no para que la gente me compre, sino para hacer reír. Quiero que la gente viva contenta. Si fuera solo para ganar dinero hay mil maneras de conseguirlo en Francia. Soy un nostálgico y tengo mucha relación con gente simpática. Por eso sigo aquí”, dice. Él, al que los vecinos saludan por su nombre cuando se los cruza, se queda la mitad del precio de cada periódico vendido y completa con ese dinero, que admite escaso, una pensión que ronda los 1.000 euros al mes.
Akbar nació en Rawalpindi, en el norte de Pakistán, como el mayor de nueve hermanos de una familia de escasos recursos. Su padre era un hombre muy duro con él, “agresivo y nervioso” y como le tenía miedo, se fugaba a menudo. Aprendió inglés gracias a un profesor que se compadeció de ese pequeño que le vendía maíz tostado lejos de su casa y tras encadenar desde niño pequeños trabajos, ya fuera limpiando pozas o cuidando búfalos, el dominio de ese idioma le abrió las puertas de la marina mercante griega.
El barco en el que trabajaba como camarero lo llevó a Shanghai, Nueva Orleans, Malmö, Glasgow y, finalmente, la ciudad francesa de Rouen, donde en 1972 decidió detener su vida errante y, tras un año allí en el restaurante de un hotel, probar nueva suerte en París. La vida de Akbar es de novela y así la ha relatado él mismo en Je fais rire le monde... mais le monde me fait pleurer “(Hago reír al mundo... pero el mundo me hace llorar), biografía que publicó en 2005 y que vende además de los periódicos.
Se metió en la venta ambulante de prensa gracias a un estudiante argentino al que conoció en el Barrio Latino y las revistas satíricas Hara-Kiri y Charlie Hebdo fueron su introducción en un mundo en el que empezó en negro, porque no consiguió regularizar sus papeles hasta diez años después. En las horas de más calor, cuando en las calles apenas se vislumbran posibles clientes, se toma una pausa, aunque el ritmo de sus primeros tiempos fue frenético: “No sé cómo he sobrevivido, porque durante 40 años trabajé incluso de noche”.
Internet y las redes sociales han reducido sus ingresos porque la gente compra menos en papel, pero Akbar se resiste a tirar la toalla. “En mi trabajo la única ventaja que tengo es la libertad. Nadie me da órdenes”, relata. Aunque la edad no ha menguado la velocidad a la que se mueve por las calles parisinas, sí le ha hecho empezar a plantearse un nuevo futuro: Akbar, que tiene tres nietos, quiere montar una foodtruck en la que vender bocadillos, refrescos o dulces.
Tiene ya permiso para instalarse en la entrada principal del Jardín de Luxemburgo y 19.000 de los 50.000 euros que necesita para la reconversión, conseguidos gracias a una colecta organizada por conocidos de la Universidad de Sciences Po. En esa nueva etapa no descarta mantener la venta de periódicos, aunque sea desde una pequeña camioneta: “Nunca he tenido miedo. Cuando lo tienes, no avanzas en la vida”.