scuché hace años de labios de un anciano carlista que Zumalakarregi debería haber sido rey. Nada menos. Hablaba con entusiasmo del militar de Ormaiztegi y se le desparramaba la memoria en leyendas y epopeyas oídas a sus mayores. Recordaba, y me cantaba, una especie de himno-pasacalles recogido de su abuelo y que decía así:
“Karlistak aurrerá
con la txápela-txápela gorri.
Karlistak aurrerá
con la bayonetá.
Gora Cabrerá,
eta Zumala-Zumalakárregi.
Karlistak aurrerá
con la bayonetá”.
No dejaba de tener mérito el chapurreado, sobre todo teniendo en cuenta que quien me lo cantó era natural y vecino de una localidad de la Ribera navarra, y su abuelo, de alguna manera, se llegaba a entender en euskara con sus compañeros de armas euskaldunes.
Lo que pude deducir de aquellos recuerdos fue que Zumalakarregi suponía algo más que un jefe de partida en la sublevación carlista.
Tercero de trece hermanos y nacido en el caserío Iriarte-Erdikoa de Ormaiztegi el 29 de diciembre de 1788, la penuria tras la temprana muerte de su padre le obliga a acogerse a la caridad de un familiar para poder seguir estudios en Iruñea.
Se alista como voluntario en la Guerra de la Independencia y pelea -dicen que bravamente- en Aragón. Es hecho prisionero en el frente y consigue fugarse para llegar caminando hasta Ormaiztegi. Se alista con la partida del pastor Jauregi y, poco a poco, su experiencia militar le proporciona éxitos estratégicos llegando a mandar un regimiento en Gipuzkoa. Zumalakarregi va ganando prestigio militar y, a la vez, sospechas -o envidias- por sus inclinaciones antiliberales y anticentralistas.
En ese recelo fue transcurriendo su vida militar, sin contacto alguno con Madrid y procurando alejarse de los cuarteles para evitar la maledicencia y el etiquetamiento. A la muerte de Fernando VII, alguien le acusó de rebelde y perdió toda amistad entre sus compañeros de armas retirándose a Iruñea hasta que estalló la Guerra Carlista. Zumalakarregi tenía 45 años.
Los primeros disparos le sorprendieron en el acuartelamiento de la capital navarra, vigilado por sus jefes. Consciente del cerco, esperó un mes sin moverse hasta que una madrugada lluviosa de octubre de 1833, a pie, por el Portal de Francia, atravesó el Arga por el puente nuevo. Al otro lado le esperaba un caballo que le llevó a Lizarra-Estella donde fue nombrado comandante general interino de Nafarroa. El 7 de diciembre fue reconocido como tal por las diputaciones de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. A partir de ese momento, Zumalakarregi fue organizando de la nada un ejército aguerrido y fiel.
Su biógrafo, el escritor inglés Carlos Federico Henningsen, dice de él: “A pesar de ser Zumalacárregui severo y duro, y de que no ahorraba fatigas a sus hombres, conduciéndoles y guiándoles en largas marchas con una rapidez que parecía imposible que resistiera el cuerpo humano, era el ídolo de los soldados. Le dieron el sobrenombre de “Tío Tomás” y por él era conocido. Su habilidad y valor, los peligros de los que salvó a sus soldados con frecuencia y los éxitos a que los condujo, parecen insuficientes para explicar su apasionada adhesión al hombre a quien amaban más que a nadie; una adhesión que, para poder explicarla, hace falta sentirla”.
Hagiografías y panegíricos aparte, de lo que no cabe duda es de la profunda adhesión que le profesaban sus soldados, muy por encima incluso de la causa de Don Carlos. Y ello sin olvidar que el ejército que mandaba era insignificante en hombres y pertrechos frente al gubernamental. Pero Zumalakarregi contaba a su favor con la gran mayoría del pueblo, al que iba armando a medida que iba tomando armas al enemigo. Otro de sus secretos: la astucia aprendida en sus tiempos de partida con el pastor Jauregi, que le hicieron maestro en el arte de la escaramuza, la emboscada y la sorpresa.
En ello estaba Zumalakarregi cuando recibió una misiva supersecreta del Pretendiente: “Zumalacárregui: Estoy cerca de España y mañana espero en Dios estaré en Urdax. Toma tus medidas y te mando que nadie lo sepa absolutamente sino tú. Carlos”. Aquella noche, 12 de julio de 1834, se reunían en la casa “Arizkun-Enea” de Elizondo los dos personajes centrales del drama que había comenzado a desarrollarse en Euskal Herria hacía diez meses.
Fueron los mejores tiempos, las más sonadas victorias del general de Ormaiztegi. Fueron, desde otro punto de vista, tiempos en los que la lucha insurreccional brotada en el País Vasco se extendió su terreno a toda la península quién sabe si perdiendo así un carácter diferenciado de imprevisibles consecuencias. El historiador Gurruchaga, refiriéndose a la llegada de Don Carlos a Euskal Herria incorporándose así a la guerra, afirma:
“El hecho es de suma importancia, pues así la insurrección vasca quedó marcada de forma inequívoca como una reacción del viejo régimen absolutista, tapando los aspectos que pudiera haber de movimiento nacional vasco y, asimismo, Zumalacárregui con la venida de Don Carlos ganó la preeminencia de honor, si no de mando efectivo, sobre los otros jefes militares carlistas que actuaban en Cataluña, Levante y otras regiones españolas. Como contrapartida —añade Gurruchaga un detalle fundamental que molestaba al general vasco— el caudillo militar tuvo que sufrir la camarilla de cortesanos que se formó alrededor del Rey, y que a la postre serían su perdición. Zumalacárregui trataba con aspereza a los cortesanos y éstos se vengaron encizañando las relaciones de aquél con el Rey”.
Comenzó a abrirse la esperanza vasca en el liderazgo político del general vasco. Según dice Gurruchaga, “es innegable que su modo de pensar y de sentir era hondamente vascos, pues sólo así se explica la idolatría que tenían por él sus tropas, en su mayoría compuestas de vascos que no conocían otro idioma que el euskera”.
La misma veneración por Zumalakarregi, y esto es importante hacerlo notar, se sentía en Iparralde a juzgar por la prensa y la literatura de la época. Gurruchaga acaba por referirse al “rumor extendido en vida suya, de que pensaba formar con el País Vasco, se entiende el peninsular (las cuatro regiones subpirenaicas) un Estado independiente”.
Otro testimonio en esta línea nos viene del escritor zuberotarra Agustin Chaho, incansable seguidor de la lucha carlista y conocedor del ánimo que impulsaba a aquellos voluntarios a echarse al monte: las tropas carlistas vascas no luchan por el Pretendiente más que como defensor de los fueros vascos y su identidad nacional.
No es sólo Chaho quien así piensa; Somerville, que llegó a Euskal Herria con la legión inglesa, atribuye también a Zumalakarregi propósitos de independencia y dice de él: “Casi se determinó a aceptar la corona que los naturales del país estaban inclinándose a ofrecerle, para reinar con el nombre de Tomás I rey de Navarra y Señor de Vizcaya”.
Zumalakarregi, ya lo vimos, murió casi tontamente a causa de un balazo en la pierna durante el cerco de Bilbo. Sobre sus intenciones, o sobre lo que él pudiera pensar íntimamente acerca de una lucha por la independencia de Euskal Herria, no dejan de ser un secreto que se llevó a la tumba.