Más niñas de las que contó durante su paseo por las calles casi vacías de gente esperó ver Nagore cuando salió tan campante de casa con Arantxa.

Tenían una hora. Así lo marcó el gobierno del estado al que pertenecía la pequeña ciudad. Ante ellas se abría una comarca de un kilómetro a la redonda por la que caminar. Arantxa se había descargado una app en la que un círculo morado señalaba las fronteras de la zona. Al norte limitaba con el Parque de Arriaga, al sur con el Principal Antzokia, al este con la antigua pista de hielo Alaviz de la calle Logroño, ahora abandonada, y al oeste con el dolmen en memoria de Joxe Miguel de Barandiarán de la calle Chile.

¿Ves? Le dijo Arantxa a Nagore mientras curioseaban el mapa que aparecía en el geolocalizador. Un paseo de lo más interesante ¿Qué eres tú, dime, teatrera o deportista, te gusta la naturaleza o más bien te inclinas por la investigación etnológica de nuestro pasado? Le preguntó Arantxa a Nagore con una voz engolada y grave, impostada, muy terrosa.

Nagore se mondó de risa. Arantxa le hizo cosquillas en el vientre hasta que Nagore dijo para, ama, para.

Bien, estoy esperando. Dijo Arantxa con una voz que volvía a ser la de Arantxa.

Es que no sé. Si me explicas lo de etnológica. Y lo otro. Y las otras cosas también. Dijo Nagore.

Entonces Arantxa le habló del Teatro Principal de la pequeña ciudad, del Sueño de una noche de verano representado por la compañía Ur Teatro que vio allí cuando tenía diecisiete años. Luego le acercó a Barandiarán. Le dijo dos palabras que nunca se le olvidarían. Dolmen y Cromlech. Siguió con la Pista de Hielo. Recordó la historia de un chico que conoció allí, con el que algunos sábados patinaba. Le dijo que a ese chico le gustaban los chicos, aunque estuviera con ella un tiempo. Arantxa también le contó a Nagore que en aquella época a ella le empezaron a gustar las chicas también.

Pero me daba vergüenza. Me costó muchos años descubrir quién soy. Me ayudó Loló. Dijo Arantxa. Nos hicimos muy amigos los dos. Se llamaba, ¡ay, a ver si me acuerdo! ¡Sí! Sonrió Arantxa al recordar el nombre. Julen. Se llamaba Julian, pero quería que le llamáramos Julen. Y yo, claro, le llamaba Julen. Hace mucho que no sé nada de él. Dijo Arantxa.

Y por último le habló de botánica, del centenar de árboles de distintas especies que había en ese parque de la pequeña ciudad, el de Arriaga.

Todo eso está muy bien, ama. Pero si me has dicho que la pista de hielo está abandonada, o sea, que no podemos patinar, que lo de ese Joxe Miguel son piedras, que el teatro también está cerrado y que no podemos entrar al parque de Arriaga porque aquí pone que si vamos para allá no podemos pasar de la carretera y tenemos que verlo de lejos, no sé para que nos sirve lo que me cuentas. No te enfades conmigo. Pero. Dijo Nagore.

Ya. Contestó Arantxa pillada en medio de un cariñoso desconcierto.

¿Entonces? Preguntó Nagore.

Tomamos la dirección que tú quieras. Dijo Arantxa.

Noski baietz, ama, baina zein? Contestó Nagore.

Ex dakit. Contestó Arantxa.

Aukeratu zuk. Niri ez zait inporta, ama. Dijo Nagore.

Vale. Dijo Arantxa.

Si sé lo que me quieres decir, ama. Dijo Nagore.

¿Y qué es lo que quiero decirte? Preguntó Arantxa.

Pues eso, que aparte de caminar por donde sea, también tengo que mirar lo que veo con la imaginación y así es como se aprenden las cosas.

Arantxa estuvo a punto de comérsela a besos.

Para ya, ama, para, porfi, ya. Dijo Nagore.

La noche de antes Nagore no durmió bien. El viento nocturno se hizo tan audible que Nagore podía ver cómo doblaba las ramas de los altos chopos temblones y de los cedros, de las copas de los álamos blancos y de los prunus. El zureo tremebundo se oía tras los cristales como si fuera el respirar de una boca gigante que abarcara los edificios de los treinta y un barrios. Las ráfagas iban y venían y el mismo viento que a lo lejos crepitaba, luego, más cerca, golpeaba tanto que parecía tumbar las ventanas.

Al no poder pegar ojo, con la punta de la funda nórdica apretada entre los dedos de los que sobresalían sus grandes ojos despiertos, Nagore escuchó una conversación entre Loló y su madre a la distancia de ocho pasos de niña. A veces las palabras no le llegaban con claridad porque el viento se presentaba de nuevo en forma de sonido pedregoso, como de tormenta, y se recogían también estallidos de cristales rotos, de chapas contra chapas y una alarma en la lejanía que tardó en callarse. Pero Nagore pronto se acostumbró a colar su capacidad de escucha entre la maraña de aquellos ruidos revueltos, como una lagartija se acostumbra a reptar por un muro de sillería, a la busca de escondrijos entre las piedras.

Ama, anoche Loló y tú estuvisteis hablando de lo que va a pasar cuando esto del bicho pase. Dijo Nagore mientras daban su paseo. Y luego hablasteis mucho de un libro. Y leísteis algo. Dijo Nagore.

Todas las noches leemos en alto. Te costó dormirte con el viento, ¿no?

Sí. Contestó Nagore.

Y Loló pronunció mucho una frase de ese libro. Dijo Nagore.

Es verdad. dijo Arantxa cogiendo de la mano a su hija, ¿La recuerdas? Preguntó Arantxa.

Mi madre es un pez. Pero no la entiendo. Dijo Nagore.

Arantxa sonrió. Todavía tenía media hora para explicarle a su hija quién era Vardaman.Continuará