Hace mucho que no se veían y en esta nueva situación, el que pudieran estar juntos se había hecho más imposible de lo que fue antes de la cuarentena provocada por el virus. Ninguna llamada de voz. Mucho dato. Mucho mensaje de was con códigos que solamente ellos conocían. Decenas de ristras de ocho, cuatro o dos emoticonos que tenían toda la pinta de ocultar un mensaje criptográfico difícil de comprender para quien no fuera Amalia o para el que no estuviera en el pellejo de Juantxu.

La relación entre ambos flotaba en un desapego glacial pespuntado por hitos recordables muy cautivos de encuentros pasionales, rigurosos y absolutamente placenteros al inicio.

Juantxu, al comienzo de aquello que bien pudiera llamarse relación, le explicó de madrugada una vez, apoyado en un almohadón como la Odalisca del cuadro de Eugene Delacroix, con una mirada derretida y soberbia, que lo más adecuado era que no desayunaran juntos tras cada encuentro.

De esa forma evitamos el enganche. Lo de enamorarse no va conmigo. Sentenció Juantxu.

Amalia, que se había quedado detenida a la entrada del dormitorio de Juantxu, desnuda completamente, y que apuraba un gran vaso azul de agua, al oír aquello estuvo a punto de atragantarse y para evitarlo escupió gran parte del sorbo que estaba ingiriendo con la fuerza de un acto reflejo. Luego se desternilló de risa mientras se limpiaba el pecho y los labios con la mano libre de vaso, procurando que los estertores de su carcajada no acabaran con el cristal estallado contra el suelo. Incluso le entraron ganas de mear, algo que controló con un leve apretón sincrónico de muslo y pelvis.

¿Por qué te ríes? Preguntó Juantxu incapaz de verse en aquel miserable fuera de juego.

Cuando ya pudo hablar, Amalia adoptó una pose dura y sin señalarle, mirando unos segundos aquel dormitorio minimalista, le soltó:

Tú has estudiado en una escuela para gilipollas. Y mira que me gustas. Pero lo que acabas de decir, que se parece tanto a La insoportable levedad del ser, no tiene ni puta gracia. Si no quieres estar conmigo me lo dices y punto. Que vayas ahora de personaje de Milan Kundera, que te creas Tomás o pienses que yo sea Teresa o Sabina, me resulta tan patético que me dan ganas de vestirme y no volver a verte nunca.

Amalia se acercó a la ventana y deslizó a un lado las cortinas.

Yo no veo por ningún lado los tanques soviéticos en la calle. No estamos en la Primavera de Praga. Y esto no es Checoslovaquia, majo. Dijo Amalia tras girarse y clavar sus ojos fijos en Juantxu, que ya no parecía tan odalisca.

El tiempo pasó desde aquello como pasan las hojas de tres pequeños almanaques, arrancadas a veces y otras pegadas muchos días al taco del calendario. Como resultado de aquello, Juantxu y Amelia conocían más sus cuerpos respectivos que sus vidas.

Una de las madrugadas de la séptima semana del tiempo del virus, Juantxu y Amalia hablaron bastante más que otras veces de cosas de las que nunca habían hablado.

Lo más hermoso y terrible de todo esto es el silencio que hay por la noche. Dijo Amalia.

Sí. Dijo Juantxu.

En ese momento se oyó un ruido en la casa como de pasos.

¿Qué ha sido eso? Preguntó Amalia.

Es Unai. Un amigo. Dijo Juantxu.

Creí que vivías solo. Siempre que hemos estado juntos estabas solo. Dijo Amalia.

Juantxu flexionó la rodilla desnuda retirando un poco el edredón. Luego se retrepó contra la pared, con un par de cojines bajo la espalda.

Uno de mis amigos de toda la vida. Está de baja. Es munipa. Dijo Juantxu.

Estará pasando lo suyo. Me imagino. Reflexionó Amalia.

Se queda aquí porque, bueno, se está separando, aunque creo que. Será temporal. Seguro que se arregla con Jelen cuando todo esto acabe. Dijo Juantxu. La gente está muy jodida del bolo estos días. Peor que el virus creo yo que es la salud mental de muchos. Dijo Juantxu.

Hoy me quedo a dormir. Comentó Amalia.

Sin problema. Dijo Juantxu.

Los dos se besaron.

¿Tú has oído hablar de una novela que se está publicando estos días en el periódico de noticias donde curro? Preguntó Juantxu.

Amalia arrugó los labios y giró la cabeza hacia los lados.

Se titula El silencio del virus. Detalló Juantxu.

Ni idea. Dijo Amalia.

Este cuarto no lo tiene controlado. Dijo para sí Juantxu, pero en alto.

¿De qué hablas ahora? Se sobresaltó Amalia ¿De quién hablas? Repitió Amalia.

Cuando escribió sobre esta casa se le escapó mencionar este dormitorio. Habló de los otros dos, del que no se utiliza nunca y del de invitados donde Unai duerme ahora. Habló de la cocina-salón. Pero este espacio ni lo describió. Lo pasó por alto.

¿Qué me estás contando? Preguntó Amalia.

En esa novela aparecen varias personas que conozco. No con sus nombres. El que la escribe se los ha cambiado. A mi me llama Juantxu.

¿Cómo sabes que eres tú si tú no te llamas así? Dijo Amalia.

Porque lo sé.

En ese momento se oyeron sendos golpes contra la puerta cerrada del dormitorio.

¿Y ahora? Preguntó Amalia.

Debe ser Unai. Espera. Dijo Juantxu.

Amalia se tapó. Juantxu fue hasta la puerta. Al abrirla vio la cara descompuesta de Unai y más abajo, algo que Unai portaba entre las manos.

Matos tenía razón. Pero no estaba encima de la biblio de tu despacho. Dijo Unai. Subí a tu camarote y lo encontré en una caja.

Unai le entregó el vinilo de Kind of blue a Juantxu como si le entregara un objeto valiosísimo. Aquel regalo de Matos. Continuará...