Una figura que, a duras penas, no ha sido enterrada bajo el polvo de los tiempos es la de cronista. El cronista, recordemos, tiene -o tenía, más bien- la función de recopilar los datos históricos relevantes de una comunidad. Se movía, por lo tanto, en la difusa frontera que delimita el terreno de historiadores, por una parte, y de escritores, por otra. El cronista -antes de ser engullido por el periodismo- era considerado un relator que narraba con presumible veracidad los hechos dignos de caminar hacia la posteridad. Hechos que había presenciado y escribía en riguroso orden cronológico. Desde la antigüedad, todas las culturas y civilizaciones contaban con sus cronistas de rigor. En el siglo XV, con la llegada del renacimiento, la figura de cronista se institucionaliza. Surgen los cronistas reales, previo nombramiento oficial y buen salario asignado. Recordemos, por ejemplo, a los “cronistas de Indias” que después del descubrimiento -o más bien invasión- de América por los europeos, informaban a las autoridades pertinentes sobre la vida y obra en el “nuevo continente”. Comienzan así a ser redactadas las historias oficiales de todos los reinos y países. En el siglo XIX los cronistas se integrarían ya en la prensa escrita trabajando para todo periódico relevante que se considerara como tal, narrando acontecimientos dignos de mención pero sin que fueran teñidos por opinión personal alguna. El cronista, por lo tanto, tenía que narrar pero siguiendo un protocolo que asegurara la objetivad de lo narrado. Esto es: qué ocurrió, cuándo ocurrió, dónde ocurrió y cómo ocurrió.

Actualmente numerosos ayuntamientos nombran a ciertas personas “cronistas oficiales” de sus municipios. Incluso, en nuestro país, contamos con la Real Asociación Española de Cronistas Oficiales que los aglutina. Al cronista oficial se le encarga la tarea de promover la investigación sobre la cultura de una comunidad, así como de asesorar a las autoridades y organismos de la administración sobre el arte, el folclore, la heráldica, las tradiciones, la toponimia… de su municipio. No vamos a hablar aquí de “los cronistas de sociedad” que trabajan en algunos medios de comunicación, pues practican un género periodístico que, obviamente, queda en la antípoda de lo que entendemos históricamente por crónica. La crónica, por lo tanto, ya no tiene el objetivo documental de antaño. Una lástima, porque vivimos una época en la que saber qué ocurrió, cuándo ocurrió, dónde ocurrió y cómo ocurrió resulta sumamente arduo para el común de los mortales. No hay más que leer actualmente todo lo que se publica sobre el coronavirus para percatarnos de que, emulando a Sócrates, “sólo sabemos que no sabemos nada”.

Por cierto: en Zas Kultur, en el espacio cultural situado en el corazón de la almendra vitoriana, están estos días -y estarán los próximos meses- realizando una labor de crónica sobre el pasado de una emblemática sala expositiva de nuestra ciudad: la sala Amárica.