Al finalizar la proyección de Maléfica, en la abarrotada sesión de la tarde de un sábado en la que participé muy a mi pesar, un niño de unos 8 años, en medio de un murmullo de aprobación ante la conclusión de este cuento de madrastras y príncipes, gritó: “Viva el amor”. La proclama fue aprobada con sonrisas y algún aplauso. Había unanimidad. Estaban casi todos de acuerdo. Y aunque es evidente que, con esa edad, el amor pertenece más al reino de lo metafísico que de lo físico, la chavalería daba muestras de haberlo pasado bien.

En ese amor, lógicamente, no hay olor ni roce, todo es color y ensueño. Esa es la cuestión. Que a falta de unos pocos meses para encarar el comienzo de los “terribles años 20” que nos vaticinan para este siglo XXI, el mundo de los cuentos sigue siendo esa fábrica de escapismo y ¿educación? de la que Disney se apropió hace ahora 95 años.

Dos son los factores decisivos en este proyecto sostenido por 185 millones de dólares. Uno, es factoría, la citada Disney; el otro, es una estrella -y aquí coproductora- con la brújula estrábica y el pulso alterado, llamada Angeline Jolie.

Antecedidos por el buen resultado económico del proyecto anterior, esta versión delirante del cuento de la Bella durmiente, cede su cetro a la bruja, a una Jolie de pixel y cuernos, que disfruta en un rol para el que le basta con estar y con haber sido. El arranque de Maléfica: Maestra del mal, ya se había explicitado en su predecesora. Las sombras de allí derivan en los conflictos de aquí.

Con esos humildes ropajes se arma una intriga simple bajo la batuta de Joachim Rønning, un director noruego, responsable de la quinta entrega de Piratas del Caribe. Rønning se comporta como su antecesor, asume que es cine franquicia, cine de oficio y encargo. No hay rastro de mirada personal ni ningún atisbo de elaborar algo perdurable. En el tiempo del Me too los tradicionales roles se ven ligeramente trastocados. El príncipe azul ocupa un lugar pasivo y la princesa (son)rosada parece tener más voz. Nada transgresor porque son leves modificaciones para sostener el mismo discurso. Ese que acaba en “sí quiero” y beso, en boda real y en paz para todos. Como gritaba el pequeño espectador, “Viva el amor? al negocio embriagador”.