Eduardo Chillida: - No hay que preguntar quién es este...

Jorge Oteiza: - Ya sé que soy un inválido. ¿Cómo estás, viejo? ¡Qué alegría! (emocionado).

Chillida: - Se acabó toda esta etapa estúpida. Y tú, ¿cómo estás? Cuando tenga tu edad ya no estaré. Yo voy a durar menos. Tú siempre has sido así, hemos vivido en un país muy complicado.

Oteiza: - El ejemplo principal lo tenemos que dar los artistas; es la fuerza nuestra. Estamos dando un ejemplo que debe seguir el país.

Las palabras de los dos tótems del arte vasco todavía resuenan en la memoria del fotógrafo Ángel Ruiz de Azua veinte años más tarde. Fue testigo de excepción, junto a las cámaras de ETB, del reencuentro el 15 de diciembre de 1997 entre Jorge Oteiza, de 89 años, y Eduardo Chillida, de 73, que acabó con tres décadas de enfrentamiento personal. El marco elegido para sellar la paz fue una escultura de hierro titulada Besarkada (Abrazo), en el caserío de Zabalaga, propiedad de la familia Chillida donde ya estaba en marcha el proyecto de Chillida-Leku.

“Oteiza le pidió al productor del televisión Jon Intxaustegi que me llamara para que hiciera las fotos del encuentro, pero que no me dijera nada de lo que iba a suceder. A Jorge le habían gustado mucho las fotos que le saqué para varios reportajes del periódico. Quedé con Jon en Donostia y allí me pidió que le siguiera con el coche. Solo cuando llegué a Hernani me contaron que querían que plasmara con mi cámara el abrazo de reconciliación entre los dos escultores”, explica este fotógrafo, que capturó cientos de instantáneas del emotivo encuentro.

Una reconciliación que trascendió el ámbito artístico. “Vivíamos tiempos convulsos en Euskadi, los partidos políticos no llegaban a acuerdos... Jon, que fue como un hijo para Oteiza, me explicó que el abrazo entre estos dos genios del arte vasco se podía convertir en un mensaje de paz para la sociedad vasca”.

Guion no escrito

El milagro se debió en parte a Pilar Belzunce, esposa de Chillida; a Juan Ignacio de Uria, de la Bascongada de Amigos del País vasco, y en tiempos lejanos senador por designación real, y al propio Jon Intxaustegi. “Además, hubo muchas personas de diferentes sectores, incluidos políticos, que llevaban tiempo intentando convencerles para que dejaran de lado sus diferencias, no solo porque iba a ser beneficioso para ellos y para el arte vasco, sino también para Euskadi. El abrazo fue la escenificación”, explica el fotógrafo.

La buena sintonía entre ambos genios de la escultura se alargó hasta el punto que Oteiza aceptó la invitación para comer en la casa del escultor donostiarra a la vera del Monte Igeldo. Allí, a media tarde, seguían ambos artistas discutiendo y dialogando en torno a una mesa sobre sus diferencias sobre la concepción espacial de sus obras.

Mensaje de esperanza

“Más allá de nuestras diferencias habrá siempre un espacio-tiempo para la paz”, escribieron Oteiza y Chillida. El gesto y la imagen de los creadores vascos reconciliándose acaparó toda la atención mediática y el escueto escrito fue interpretado por la sociedad vasca como un mensaje de esperanza.

Incluso el entonces obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, y Carmelo Echenagusia, su auxiliar, recordaban en Navidad el emotivo gesto de los dos artistas, después de muchos años de distanciamiento. Para los prelados, el abrazo constituía un ejemplo “alentador” y una invitación a la sociedad, a la vez que mostraron su confianza en la pronta llegada de la paz y la concordia.

Oteiza y Chillida habían sido amigos. Hubo un tiempo en el que se querían, se respetaban e incluso se admiraban. Los dos titanes del arte convergieron, desde su inicios, en su común interés por la revitalización del arte vasco. Sin embargo, las actitudes y propuestas artísticas de ambos escultores fueron sensiblemente diferentes.

Hubo un momento, a mediados de los años 60, en el que junto con otros artistas vascos aparcaron sus diferencias creativas, poéticas y de lenguaje para confluir en un movimiento cultural y disidente en un contexto, extremadamente hostil para la libre creación por la presión de la dictadura.

El manifiesto del grupo Gaur, presentado en 1966 en la galería Barandiaran de Donostia, supuso el renacer de esa escuela vasca del arte que la Guerra civil cortó de raíz y dio vida al grupo más importante y renovador del arte vasco y español.

Testigo de aquella época es una de las fotos míticas de la cultura vasca del último medio siglo, tomada al grupo Gaur por Fernando Larruquert en la casa taller de Oteiza de Irún en 1965. En ella, aparecen los ocho integrantes del grupo (Eduardo Chillida, Amable Arias, Jorge Oteiza, Rafael Ruiz Balerdi, Remigio Mendiburu, Nestor Basterretxea, José Antonio Sistiaga y José Luis Zumeta). Sistiaga ha confesado que al grupo solo les unía la idea de vanguardia, “aunque cada uno vivía en su mundo. No había líder, aunque la fuerza de Oteiza arrollaba”.

Desencuentros

Aquella fotografía no parecía presagiar lo que después ocurriría. El desencuentro comenzó con la polémica, instigada por Oteiza, alrededor de la atribución en exclusiva de la creación de la primera escultura no figurativa de hierro de la escuela vasca.

Los reproches que Jorge Oteiza dedicó a Chillida quedaron patentes en el libro Oteiza, su vida, su obra, su pensamiento, su palabra, escrito por su amigo Miguel Pelay Orozco (1978). “Chillida es el único artista vasco que se ha opuesto a la escuela vasca”, afirmaba el escultor de Orio, que siempre se destacó por su carácter vehemente e irrefrenable. “Chillida ha querido ser él solo. No solamente ha sido incapaz de nombrarnos a los artistas de su país, de hablar de nuestro movimiento cultural, sino que ha dejado perder oportunidades en que la atención internacional se hubiera volcado en nuestro país”, confesaba a Pelay Orozco.

El conflicto se radicalizó y dividió en dos bloques en el País Vasco a los partidarios de uno u otro, los dos artistas vascos más relevantes del siglo. O se era oteiziano o chillidiano.

Oteiza, vehemente

“Soy el último escultor incómodo”, decía de sí mismo Oteiza, un hombre contradictorio, que protagonizó sonados desencuentros no solo con Chillida, sino también con el Gobierno Vasco y con el Guggenheim, al que calificó de “caja de galletas”. (El Museo le dedicó años más tarde una retrospectiva).

Los enfrentamientos fueron constantes. Oteiza le acusó de plagiar sus trabajos artísticos en la realización del monumento a la paz instalado en Gernika, titulado Gure aitaren etxea. Chillida le respondió diciendo: “Ofende quien puede, no quien quiere”.

En 1991 Jorge Oteiza publicó el Libro de los plagios en el que atacaba tanto a Chillida como a sus partidarios y lamentaba que el escultor donostiarra no aceptara la influencia de la escuela vasca. Una serie de fotografías querían demostrar las copias de sus obras y sus ideas por otros artistas.

Muchos, cuando se refieren a él, lo hacen como un genio, otros lo recuerdan como un viejo cascarrabias, pero lo cierto es que el artista, que no sólo se dedicó a la escultura, sino también al ensayo, la antropología o el estudio del euskera, fue uno de los mayores influyentes entre los artistas de diferentes épocas.

Sin embargo, nunca fue un escultor muy conocido por las masas. Su controvertido carácter, así como su reticencia a la hora de recoger algunos premios, no ayudaron demasiado a que su trabajo fuera conocido a mayor escala. Era un pensador del arte; un personaje difícil, temperamental, polémico, se negó a vender su obra a diversas instituciones, que acabó aislándose a medida que pasaron los años. Pero nadie dudaba que se trataba de uno de los mejores escultores de todos los tiempos. Richard Serra decía que era el mejor escultor vivo del mundo y Frank Gehry lo comparaba con Le Corbusier y Pablo Picasso.

“El resto del grupo Gaur no tuvimos la habilidad de decirles que resolvieran entre ellos sus asuntos. Enseguida nos posicionamos. Ahora, con el tiempo, creo que no obramos bien, que teníamos que haber intervenido”, lamentaba el escultor Nestor Basterretxea en una entrevista con este periódico realizada pocos meses antes de morir en 2014.