desde hace unos pocos años, no hay festival importante que no se pelee por colocar una película de bandera rumana en su parrilla de programación. Desde hace esos mismos años, Rumanía no cesa de aportar estupendas películas y grandes realizadores en lo que representa uno de esos inexplicables misterios por los que en un tiempo dado y en un lugar concreto, surge una generación irrepetible de creadores en estado de gracia.

Constantin Popescu (Bucarest, 1973) pertenece y participa de ese tiempo de renacimiento rumano. Su nombre aspira a ser unido al lado de los Cristian Mungiu, Cristi Puiu, Radu Muntean y C?lin Peter Netzer, entre otros. Ayer, el Zinemaldia trató de responder a esa pregunta: ¿Está Popescu a la altura de los grandes cineastas citados?

Veamos la cuestión. Los primero acordes de Pororoca no dejan lugar a dudas sobre su nacionalidad y su origen. La acción de Pororoca transcurre en el tiempo presente, sus personajes son gentes corrientes; sus vidas, convencionales. Como en la gran parte de ese cine rumano que ahora se aplaude en medio mundo, el movimiento sísmico que provoca la tragedia que canaliza su querencia por el melodrama y la crítica social, podría ser algo que le sucede a cualquiera: un accidente de tráfico, un pequeño delito, un aborto mal encarado... O sea, argumentalmente Popescu y su Pororoca permanecen fieles a los parámetros del cine de su país.

En su caso, el detonante que servirá para radiografiar y desafiar a sus protagonistas será la historia de una desaparición. Esta sacudida sirve a Popescu (Historias de la edad de oro, 2009; În derivã, 2010 y Portretul luptatorului la tinerete, 2010) para, a lo largo de 150 minutos, diseccionar el desmoronamiento de un padre de familia triunfador y seguro de sí mismo. Lo tiene todo. Una compañera atractiva con la que sostiene una relación afectiva armónica, una parejita de niños encantadores, una vivienda de clase desahogada y amplia terraza, y un buen trabajo. Representa la prosperidad en la Rumanía del tiempo presente. Pero la solidez de su éxito se desmorona ante lo imprevisto.

En la espina dorsal de Pororoca, en su médula interior, hay un referente omnipresente: Michael Haneke. A él se encomienda Popescu y no duda en planificar su película al estilo del austríaco. Esto significa, largos tiempos para la contemplación e inesperados fogonazos de violencia en estado crudo.

Así, la escena del parque, una dilatada y contemplativa secuencia que recoge lo cotidiano para, ante el plano general, introducir lo inesperado, evidencia el libro de cabecera que maneja el director rumano. Aunque no solo de Haneke vive Popescu; también se entrevé en su obra la capacidad para subrayar el peligro oculto en lo ordinario de Kiarostami y, yendo un poco más lejos, si hablamos de Haneke y Kiarostami, también debemos acabar citando a Antonioni siempre detrás de todo cine que quiera ser moderno.

Con maestros tan ilustrados, Popescu evidencia ser un buen discípulo. No pierde de vista lo que se ha propuesto y su filme denota oficio. Durante 120 minutos, más que lo que duran la mayoría de las películas que se estrenan comercialmente, su película resulta solvente. Tal vez un poco forzada, probablemente interpretada con menos vigor del que hubiera necesitado, pero sólida e intrigante.

En su desenlace, atronador, delirante y violento es donde Popescu da la impresión de no haber digerido la verdadera lección de los maestros que ha escogido. De ellos, imita la forma, pero no se ha molestado en asimilar su fundamento. Y eso le deja sin esencia; lo convierte en sospechoso.