Coincidí hace unos días, a esa deliciosa hora del aperitivo vespertino que en Madrid está en torno a las nueve de la noche, con un viejo compañero en estas lides gastroliterarias, y me sorprendió el ansia con la que él, habitualmente moderado, atacó el plato de jamón ibérico que nos pusieron delante. Se justificó: me dijo que tenía más hambre que un cocodrilo en una clínica macrobiótica. Me explicó dónde había comido a mediodía, y lo entendí todo: había almorzado en un restaurante madrileño hipervalorado por la crítica y las guías, en opinión de mi amigo y mía, en el que se sirven cantidades homeopáticas de cada plato.
Cuatro aperitivos, dos entrantes, dos platos principales y tres postres. Sobre el papel no está mal. Sobre el mantel, les puedo jurar que en aquellos tiempos en los que los españoles nos íbamos de tapeo a mediodía no habríamos tenido ni para empezar. Pero el sitio, y las formas, están de moda.
Tapiplatos. La palabra hizo éxito, ya hace unos cuantos años. Se trataba de llevar a la mesa la costumbre española del tapeo, entonces tan en auge y que tanto gustaba y sorprendía a los visitantes. Como idea no estaba mal; como práctica se ha revelado nefasta. Para el consumidor, claro está.
Hay muchas teorías, a cuál más peregrina e imaginativa, sobre el origen de la tapa. Dejémoslo estar. El hecho es que el tapeo se convirtió, con el tiempo, en un delicioso ritual que tenía como capitales habitualmente aceptadas Sevilla y San Sebastián, aunque se tapease y se tapee a gusto en todas las ciudades españolas.
Todo iba bien mientras las tapas fueron tapas y los pinchos, pinchos. Lo malo fue cuando las cosas se complicaron. En Sevilla nunca hubiera pasado, pero en Donostia sucedió: a un colega nuestro le dio por afirmar que las tapas eran “alta cocina en miniatura”. La gente adoptó con entusiasmo esa definición, y el tapeo se complicó extraordinariamente.
barra o mesa Se hizo imposible disfrutar de una tapa al modo habitual, de pie. Se necesitaba apoyo (barra o mesa) y cubiertos: era imposible comerse la tapa con un vaso de vino o una cerveza en una mano. Había que usar las dos. Por otra parte, esa “alta cocina” solía incluir salsas, con el evidente riesgo para el atuendo del beneficiario. Aquello no funcionaba. Era mejor la “gilda” de toda la vida, la que ensarta en un palillo una aceituna, una anchoa y una piparra: a una mano, y de un bocado.
Pero a la gente le encantaba el tapeo. Un tapeo, en mi opinión, bastante descafeinado, porque el viejo ritual era peripatético: se tomaba una tapa en cada barra, y se elegía el local en función de la calidad de una u otra tapa determinadas. Lo de sentarse a una mesa y tomar cuatro cosas en el mismo bar era cosa, más bien, de guiris; pero la costumbre la adoptaron muchos nativos, poco amigos de desplazamientos.
“menú exhibición” Nativos que habían despotricado cuando se introdujo (años 80) el menú ‘largo y estrecho’, pero que vieron bien la variante inacabable e inapreciable de los tapiplatos, así que esas tapas, mejor tapitas, pasaron a la mesa de los restaurantes, a los menús-degustación que yo prefiero llamar menús-exhibición. Adrià, con sus cuarenta y tantos bocaditos por sesión, marcó camino. Pero Adrià no hubo más que uno. Dos, si contamos a su hermano. Imitadores... demasiados. Y así nos luce el pelo.
Tapiplatos creativos, con ingredientes desconocidos, ajenos a nuestra cultura gastronómica, a nuestra enciclopedia de sabores. En muchas ocasiones hacen recordar aquél viejo chiste en el que el comensal, a la pregunta del camarero sobre cómo había encontrado la carne, hubo de responder que lo había hecho “con mucha suerte, debajo de una patata”. Pues eso. Les juro que a mí me pasó más de una vez con estas tapas imaginativas y confusas, o más bien consemifusas, por lo breves que eran.
Aún quedan sitios en los que uno pide un vino o una cerveza y le obsequian con una tapa “de cortesía”, evidentemente del formato tapa de toda la vida, aunque a veces sorprenda la generosidad de la misma. Lo normal es que se cobren, aunque entonces su entidad nos haga recordar lo que antes conocíamos por medias raciones. En este tipo de restaurantes explotan esa afición por el tapeo, y no precisamente “de cortesía”. Unos tapiplatos que, como “alta cocina en miniatura” que pretenden ser, requieren cambio de cubiertos, soportes no menos imaginativos y artísticos que la propia tapa (esa es otra) y descripción lo más críptica posible, de modo que uno no sepa lo que se va a comer ni sea capaz de descubrir lo que se ha comido. Va en el juego: diseño y retórica. Uno ha jurado, sin necesidad de hacerlo en arameo, que a ese tipo de restaurantes, como el aludido al principio, ha ido una vez y nunca más, decisión de lo más saludable y juramento que, hasta ahora, ha cumplido religiosamente. Y así piensa seguir.