Las cabezas de pescado han sido, tradicionalmente, una de las más apreciadas materias primas para confeccionar un buen caldo o fondo de pescado, eso que de unos años a esta parte llama todo el mundo, a la francesa, fumet de pescado. Cabezas, espinas y determinados pescados que no son, o no eran, propios para ser servidos a nadie; peces muy espinosos, a poder ser de roca, que formaban parte de lo que se llamaba morralla y que solían tener nombres poco atractivos: rata, escorpión, araña, víbora. Las cosas han cambiado. Pescados antes desechados, como el cabracho o el rape, se han convertido en protagonistas. Recordaremos el concepto en que los tenía Josep Pla. El escritor ampurdanés, en su magnífico El que hem menjat, pone al cabracho entre sus seis pescados favoritos (corball o corvina negra, lubina, cabracho, mero, salmonete y lenguado) y dice de él que, “bajo el aspecto horrible y monstruoso de este pez, se esconde uno de los especímenes más notables de nuestras aguas”. Del rape, en cambio, señala que “no tiene apenas aliciente, por no decir que ninguno”.
Hoy nadie usaría un rape, pescado cotizado, para hacer una sopa. Sí, en cambio, su cabeza, monstruosa. Ahora bien, la actitud de la gente ante las cabezas de pescado ha cambiado radicalmente.
Hace un siglo, el gallego Picadillo se quejaba -traduzco del gallego- de que había ido a A Coruña un señor a llevarse las merluzas “y dejar las cabezas para que las comiésemos nosotros”, y añadía, enfadado: “Pudo llevárselas también”. No las quería nadie, y se vendían -y eso lo recuerdo yo- a precio irrisorio. Para sopa.
Ah, pero los vascos se inventaron el cogote de merluza (“legatz kokotea”) al horno o a la parrilla, y la cabeza pasó a ser una exquisitez, como ya lo era uno de sus complementos, las cocochas. Hoy una cabeza de merluza del pincho, con su parte alícuota de cogote, tiene un valor.
El rape se llamaba pejesapo, o sapo directamente, y se usaba como ingrediente de suquets en Cataluña y de caldeiradas en Galicia. El citado Picadillo ni se ocupa de él; tampoco lo hace doña Emilia Pardo Bazán.
‘galtes’ Pero alguien descubrió que tenía un aspecto y una textura parecidos a los de la langosta y apareció el rape, castellanizando el rap catalán: no íbamos a llamar sapo -ahora ya se puede- a una cosa tan rica. Bien, pues en la cabeza del rape se esconden lo que los catalanes llaman galtes, que son las mejillas o, como se dice ahora, carrilleras, que simplemente enharinadas y fritas son una delicia, de modo que tampoco es frecuente usar las cabezas de rape, enteras, como ingrediente de un fondo de pescado.
Sí las de un pescado muy espinoso: el congrio. Su cabeza, junto con su parte posterior, incomestible por la cantidad de espinas que tiene por milímetro cuadrado, hacen un caldo delicioso. Pero no es un pescado muy popular.
El problema viene cuando se quiere mejorar lo perfecto y se han adquirido unas gambas o unos langostinos, que se pretenden usar a modo de tropezones de esa sopa marinera. Mucha gente decide “enriquecer” el caldo con sus cabezas. Puede ser un desastre que arruine un gran fondo de pescado. Verán: si yo compro unas gambas de Denia, o de Huelva, o unos langostinos de Sanlúcar, tendrán otro destino. Si están fresquísimos, acabarán en cebiche; en todo caso, se harán cocidos o a la plancha, casos en los que nadie va a sacrificar sus cabezas y sus correspondientes jugos para hacer un fondo de pescado. Pero es que hoy nadie sabe de dónde proceden los langostinos o las gambas que se ofrecen en los mostradores de las pescaderías. Deberíamos saberlo, porque debería ponerlo en esa etiqueta que nadie se molesta en leer. Pero no lo sabemos. Yo nunca les recomendaría usar las cabezas de esos crustáceos para hacer un caldo: es muy probable que le comunique un sabor extraño.