Pamplona - Miguel Sánchez-Ostiz ha presentado en la librería Walden de Pamplona su nueva novela, Perorata del insensato. Un acto que, en sí mismo, como casi siempre que el escritor navarro se presta a este tipo de eventos, podría trasladarse al negro sobre blanco como un pequeño relato, digno de editarse, trufado de anécdotas, referencias literarias, risas, sonrisas y, también, algún ceño fruncido. Casi como epitafio del encuentro con la prensa, pero que perfectamente puede reinventarse como introducción, Sánchez-Ostiz, sincerándose, afirmó que “no me puedo acordar de cómo surgió esta novela... Conforme me iba tropezando con lugares los iba incorporando a la idea un pintor que roba la momia de una monja” a modo de “reflexión sobre el éxito y el fracaso”.
Sin desvelar demasiados detalles del intríngulis de la novela, para no caer en los ahora tan manidos spoilers, más allá del propio resumen que figura en la contraportada del libro, Miguel Sánchez-Ostiz sí quiso “aclarar algunos aspectos del relato para que no haya equívocos y el libro no sea tomado por lo que no es. Perorata del insensato es un guiñol burlesco escrito con ánimo de chanza y, por tanto, como guiñol, es una representación de lo que antiguamente se llamaba títeres de guante y que vulgarmente nosotros conocíamos como curriños... Al margen de que sea una historia fingida sobre los casos que vulgarmente suceden o son verisímiles, que decía un diccionario de la lengua castellana de 1791”. Un guiñol de “títeres de cachiporra, como también les llamaban” que “funciona con la exageración, el exceso, la incorrección política y social, con el delirio, el malhablar, con el descoque, la desvergüenza, la escatología y el pitorreo, con la simulación y la impostura de voces al modo de un espejo deformante de la realidad, una especie de madrileño callejón del Gato portátil, emparentado, por tanto, con los esperpentos de Valle Inclán y con algo que a mí me seduce desde niño: las barracas de feria, esas barracas de monstruos y atrocidades que están rodeadas de música de charanga, de olor a fritanga, a todas esas cosas que te prohibían comer porque te ibas a coger algo, de risas y de gritos. Y todo esto lo digo para evitar que alguien caiga en la tentación de pensar que la novela es el ojo de una cerradura por el que puede mirar no la vida ajena sino su propia vida, que es algo que pasa mucho”.
Una perorata que Sánchez-Ostiz ha incrustado en un tiempo que se presta “al alegato fiscal muy severo. Pero su aspecto de fenomenal arrebuche, de continuado esperpento político-religioso, de toga y trampa, de uniforme y abuso, tal vez quede reflejado con más fuerza desde una perspectiva más dislocada... Y eso, quizá, es lo que he intentado hacer; es decir, llevar no una época sino el recuerdo de una serie de décadas, desde los años 70 hasta ahora mismo, a través de la visión de un pintor que no acaba de encontrar su lugar ni en el arte ni el mundo, y que, a lo mejor que ha llegado, es a ser un pintor de barracas de feria y actuar en ellas...”. Una colección de memorias que, eso sí, no convierten al escritor en el protagonista de la novela, “que no lo soy, y es algo que también quiero aclarar”. Una cosa son los personajes de la novela, insensatos algunos de ellos “tanto si están dentro como fuera del sanatorio, y otra, espero que bien distinta, quien ha escrito esto, con todo el ánimo de chanza que se quiera pero como una purga del corazón o como una fuga de los malos tiempos”.
“Cuando iba escribiendo la novela tenían en mente la que dicen fue la última frase, antes de morir, de Nikolái Gógol, autor de Las almas muertas, y que, además, la utilizaron para su epitafio: Se reirán de mis amargas palabras. Creo que esto pasa en esta novela, en este guiñol... Yo mismo me he reído mucho de mis propios recuerdos, a veces no muy gratos, pero me daría por satisfecho si el lector se riera, aunque fuera de mis amargas palabras, de la amargura de fondo que tiene este soliloquio enloquecido”.
A través de los curriños, Sánchez-Ostiz viajó de nuevo su infancia, ante todos los presentes en la rueda de prensa, para recordar que “me gustaban mucho de niño aquel famoso Gorgorito de la plaza San José, y también un teatro de guiñol que tuve de niño, rojo y verde, grande, con varios curriños... Así aprendí a hablar en solitario y con voces distintas desde detrás de la escena; es decir, no visto, aunque delante no hubiera nadie... Cosa que también suele pasar... Y esto me hace suscribir unos versos de Alejandra Pizarnik que dicen: No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. De eso se trata, no sólo de la voz del loco sino de las muchas voces que él encarna”. Una multitud de voces, las que utiliza el autor en esta perorata, que dan como resultado una novela “escacharrante, yo al menos creo que lo es; y, de hecho, si no lo fuera, se convertiría en una cuesta arriba, tanto para el autor como para los lectores, en lugar de la cuesta abajo” en la que finalmente se ha convertido. “Yo he movido los curriños desde detrás de la escena, he impostado las voces pero, en la realidad, creo que de buena me he librado. Hay una distancia enorme, para mí, entre lo vivido y lo imaginado. El tiempo, que es irreparable, irredimible, nos daña sin remedio ni misericordia... De eso se trata en este guiñol”.
Cuestión de sinceridad Como colofón a sus propias reflexiones, y por ende a su novela, Sánchez-Ostiz se felicitó “por no haber sido pintor ni haber estado encerrado en un sanatorio”, sobre todo por la causa que ingresan al protagonista, “la incapacitación legal, algo que se hacía antes mucho... No sé si se sigue haciendo ahora. Y si me preguntan como termina, pues diré que bastante bien, sobre todo considerando en frío que el manicomio está rodeado por las fuerzas antidisturbios”.
Según explicó el escritor navarro, “el relato está trufado, como dicen ahora, de referencias librescas, más burlescas unas que otras... De hecho, al final del libro hay una ristra de autores de los que he tomado una frase, incorporada al texto de una manera burlesca. Pero también digo que eso no tiene ninguna importancia para la lectura porque cuando vamos a comer a un restaurante no nos suele importar cómo han cocinado el plato, y en muchas ocasiones casi es mejor no saberlo... Pues aquí pasa lo mismo. Y, además de autores literarios, hay muchas canciones, desde la de píntame angelitos negros hasta Jorge Drexler, Alfredo Zitarrosa, José Larralde, Mari Trini... Hay un poco de todo, pero no con ánimo erudito sino de chanza”.
Rembrandt, la anécdota Casi condescendiente con los presentes, el autor de Las pirañas apuntó que, “de forma encubierta, se pueden encontrar en la novela hasta episodios de la biografía de Rembrandt... Esto ya sería dar pistas y empezar a reventar la novela, pero es que veo que si no, no os entretiene (risas). A Rembrandt, cuando se le echaron encima para hundirle, terminó pintando un cuadro bastante famoso, un autorretrato en el que él aparece cagando en el centro de la escena, rodeado de sus críticos, con orejas de burro, y acreedores. Es un cuadro simbólico... Y mi pintor también tiene uno, una obra mítica que se disputan los diputados, que lo compran con las dietas y se lo acaban jugando al póker en la carretera de Barajas, en esas timbas de taxistas a las que acuden los escritores fetén del Café Gijón...”. Una colección de “disparates” que no acontecen en ninguna referencia geográfica conocida, “simplemente es un manicomio en ruinas que puede estar localizado en cualquier sitio donde vayan a derribar un edificio de este tipo para construir un hotel de quince estrellas y un campo de golf de cuatro hoyos, o viceversa, ya que normalmente ni los promotores se aclaran con lo que quieren hacer, al margen de ganar pasta. La geografía es imaginaria pero los recuerdos, no”. Recuerdos que le han llevado a plasmar en la novela calles como la madrileña del Desengaño, “bastante sórdida y que, para mí, tiene un significado... Una mañana iba paseando por ella y me llamaron de una editorial para decirme que me comiera con patatas un libro importante que ellos habían jurado editar. Y como estaba en la calle del Desengaño no se me ocurrió otra cosa que agarrar un adoquín de granito que habían en el suelo y llevármelo a casa, y todavía lo tengo, para acordarme siempre del tropiezo que sufrí en la calle del Desengaño. Así, el loco tiene un estudio en la calle del Desengaño en el que pinta monstruos de feria... Y es que él anda mucho por Madrid, más que por otras partes... Pero sobre todo anda por su cocorota, que está muy perjudicada por los porros y los psicotrópicos... Vamos, que llevó una vida muy entretenida como para ser artista”.
“Resumen superficial”. Un pintor que ha pasado muchos años de su vida recluido en centros psiquiátricos, ve en la sala de espera de un dentista una revista en la que se informa de que el manicomio donde pasó su juventud va a ser derribado para construir un hotel de quince estrellas y un campo de golf de cuatro hoyos, o al revés, él no se aclara muy bien. Como además van a trasladar el camposanto del manicomio, se acuerda de la monja difunta que le cuidó de joven y decide rescatar su momia, con la que pasará toda una noche hablando de su infancia, su vocación de pintor, sus internamientos y exposiciones, sus años de artista al tiempo de la movida madrileña; del arrebuche político-cultural al amparo de las instituciones en los últimos treinta años, de los cambios de chaqueta y del poder de los ‘iberdrolos’, de los hampones del arte, la cultura, las finanzas y la política, y del paso irreparable del tiempo, mientras las ruinas del manicomio están cercadas por los antidisturbios?
El autor. Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) es autor de, entre otras novelas, ‘Las pirañas’ (1992), ‘Cornejas de Bucarest’ (2010), ‘Zarabanda’ (2011) o ‘El Escarmiento’ (2013). También destacan sus dietarios, iniciados en 1986 y cuya última entrega data de este mismo año ‘A trancas y barrancas’.